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    Vientos Nuevos para viejos problemas    
   

Por Rodolfo F. Zehnder

   
   

 

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El cambio, se sabe,  es posibilidad de mejora,  de éxito,  aunque también de fracaso, y siempre implica incertidumbre.  Claro que nada y nadie cambian porque sí, o intencionadamente, porque el cambio está implícito en la naturaleza humana y en el devenir de las sociedades: las contradicciones –y sin por esto convertirme en hegeliano- son inherentes a la condición humana y a la social, que de algún modo viven y perviven precisamente por imperio de aquéllas. No todo cambio, por cierto, implica evolución: ésta, como enseñara Teilhard de Chardin, es cambio más ascenso. Y el ascenso no siempre es posible.

La reflexión viene a cuento ante la sanción del nuevo Código Procesal Penal de la provincia de Santa Fe, que producirá un giro copernicano en la prestación de justicia. No es mi propósito efectuar un análisis del cuerpo legal,  ni comentar  los principios que lo inspiraron, por otra parte bastante conocidos y, por cierto, aceptados casi universalmente.

Se trata más bien de reflexionar sobre la entidad del cambio que se avecina, y sus consecuencias. La pertinencia del caso la constituye el interés demostrado por algunos en ponerlo en práctica en tiempo muy breve, demasiado breve para digerir tamaño punto de inflexión en el sistema de enjuiciamiento penal, una suerte de “revolución cultural” criolla-santafesina, no por demorada menos inquietante.

   
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 En efecto,  se trata de afrontar el desafío de un verdadero cambio cultural, de una modificación de paradigmas que, contrariamente a lo que pueda suponerse, no afectará sólo a los operadores judiciales, ni a los imputados, damnificados y víctimas de hechos delictivos, sino a la sociedad santafesina toda. La cultura de lo secreto dará paso a la cultura de lo visible, de la transparencia. La cultura de lo escrito se verá cambiada por la de la oralidad. Lo inquisitivo- mixto dará paso a lo acusatorio-adversarial. El juez será un espectador privilegiado de la contienda entre fiscales (que cargarán con el peso de la investigación) y de los defensores, y resolverá conforme lo desplegado frente a su mirada. El imputado gozará de garantías que repercutirán necesariamente en su estado de libertad. La víctima verá mejor defendidos sus derechos y tendrá una participación más acorde a su rol de tal, en lugar de ser un convidado de piedra. La gente deberá acostumbrarse a ver a los fiscales ejercer el principio de oportunidad, y cómo muchos ilícitos deberán necesariamente quedar impunes, al menos desde la capacidad de respuesta oficial. Y observará muchas más personas en libertad mientras duren los procesos de  lo que ahora está acostumbrada a ver, y quizá dispuesta a tolerar.

El nuevo código responderá a paradigmas actuales, dados desde el Derecho Internacional Público y principios y normativas internacionales. De ahí que, más que conveniente, el cambio es absolutamente insoslayable, en tanto infringir tales principios y normas coloca al sistema santafesino en la antesala dela ilegalidad absoluta, incluso por violación a expresas normas constitucionales que acogieron y positivizaron aquellos paradigmas.

Sin perjuicio de dicha imperatividad, y de la mayor adecuación de estos nuevos paradigmas a un concepto más integral dela dignidad humana,  sería ilusorio no advertir que estas profundas modificaciones pueden dejar secuelas ingratas, o efectos colaterales no queridos, a poco que el apresuramiento en su efectiva vigencia conspire contra la eficacia del nuevo sistema. Lo urgente, convengamos, es enemigo de lo conveniente.

En tal sentido, la improvisación y el apuro no deben generar dudas ab initio sobre las bondades (al menos teóricas) del nuevo sistema, y constituyen su principal riesgo.  Así como no sería justo acusar a los que pregonamos una implementación gradual, progresiva y ordenada, de querer frenar un proceso inevitable vaya a saber con qué fines espúreos, tampoco es lícito abonar líneas de acción apresuradas y de final impredecible.

   
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En primer lugar, el factor comunicabilidad es fundamental. Si de cambio cultural se trata, éste no es posible sin una adecuada transmisión a la población toda del núcleo sustancial del nuevo modo de enjuiciamiento, informando debidamente sobre sus fortaleza y –por cierto que también- debilidades. Es imperioso disminuir el colosal desconocimiento que tiene la gente sobre la forma de operar del sistema judicial. Por otra parte, sería imperdonable alimentar falsas expectativas, prometer lo que no se podrá cumplir.  Si la gente cree que con el nuevo sistema se solucionará el problema de la inseguridad, habrá que ser muy claro en comunicar que ése no es el fin propuesto, ni corresponde que sea. Si se cree que se solucionará la morosidad judicial, se deberá ser muy honesto en aclarar que ello dependerá de los recursos materiales y humanos con que se cuente. Se trata de hacer docencia, en suma: los operadores judiciales, tradicionalmente, han comunicado poco y mal.

En segundo lugar, al interior de la organización judicial, la capacitación del personal resulta urgente e ineludible. Habrá que abrevar en las fuentes y capitalizar la experiencia –no precisamente de excelencia- de otras jurisdicciones. Se deberá “hacer camino al andar”: no hay método más efectivo que aprender sobre los propios errores, efectuar ajustes sobre la marcha. No se pueden tener todas las respuestas (nunca se las podrá abarcar, en realidad) desde lo teórico. Y más aún que la capacitación en sí, se deberá internalizar en cada operador judicial que el nuevo sistema  es de insoslayable aplicación. Es esa conciencia de la necesariedad, y la convicción íntima de que lo nuevo promete un cambio evolutivo, lo que deberá hacerse carne en cada uno de nosotros.

   
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En tercer lugar, se necesita dictar normas que complementen el nuevo código, sin las cuales éste no será operativo, Es imprescindible un nuevo mapa judicial, decidir qué se hará con las causas residuales, elaborar una nueva ley del Ministerio Público. Es todo un paquete normativo del cual el nuevo código formará parte: no se pone el carrao delante de los caballos. Y queda incluso abierta la discusión de si no sería necesaria y/o conveniente una reforma constitucional, previo a todo.

En cuarto lugar, la provisión de los recursos materiales necesarios, como infraestructura edilicia y soportes informáticos, por citar sólo algunos, es también indispensable. No soy de los que creen que todo pasa por lo material y lo económico, pero tampoco abono la tesis de los que postulan que esto debe implementarse como sea, con los recursos que haya; salvo que se quiera ubicar al nuevo sistema en “la antesala del patíbulo”.

Por último –the last but not the least- debe primar el consenso entre todos los que tienen alguna cuota de responsabilidad: el Poder Judicial en pleno, pero también el poder político (ejecutivo y legislativo); el sector académico-universitario, los colegios de abogados. Incluso los comunicadores sociales pueden aportar, y mucho, a que el nuevo sistema goce de la adhesión suficiente como para no naufragar en aguas procelosas.

Con las salvedades apuntadas, es indudable que, en definitiva, amén de indefectible, el cambio es necesario y vital: no cambiar es anquilosarse, renunciar a lo superador, engañarse con la ilusión de que el estatismo conducirá a alguna parte.

 

 

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