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    Ojo por ojo y medida por medida    
   

por Gabriela Lamparelli

   
   

Sobre la proporcionalidad de la pena

 

El programa de la decisión legislativa acerca de las conductas punibles, y las penas que merecen, debería representar acabadamente en el ordenamiento los supuestos elegidos y los elementos de hecho captados, de tal manera que en él sencillamente se apoye y justifique el juicio eventualmente condenatorio de la conducta incriminada, porque la conducta criminal y la pena que merece son elementos centrales de la política criminal.

En tal sentido, siendo la política criminal una práctica política, el concepto de punición contiene tanto presupuestos de utilidad cuanto de justicia. Como concepto reúne una pluralidad de criterios de naturaleza material, como categoría coincide y queda comprendida con el resto los elementos del delito. 

Pero si en un Estado de Derecho la vinculación entre justicia penal y utilidad es forzosa, en el sistema normativo que es su consecuencia no puede dejar de caber el reconocimiento simultáneo de múltiples derechos, tales como la libertad personal y la tutela de la seguridad pública, la libertad de expresión y el derecho al honor, el derecho de propiedad y el derecho a la vivienda o la libertad de manifestación y la protección del orden público, que si bien en el plano abstracto no plantean antinomias, en lo concreto pueden entrar en conflictos que no pueden resolverse mediante la declaración de invalidez de uno de ellos. El ideal regulativo de la ley es, más que programa, un plan estratégico que contiene múltiples descripciones de las acciones individuales posibles y de la intervención estatal, una estrategia que, en el caso concreto, no depende sólo del contexto del caso, sino del contexto del discurso escogido y los principios considerados.

La misma Constitución le asegura al legislador penal autonomía y libertad para definir la conducta criminal, y ciertamente pone a su disposición diversas opciones para crear los tipos penales y proponer su realización concreta, decidiendo si una penalización es eficaz, se adapta al resto del sistema jurídico-procesal y a las necesidades sociales de su tiempo. Esto es, para tomar una decisión política que considere acertada.  

Sin embargo, la Constitución no es un modelo exhaustivo del orden social, pues si lo fuera estarían de más el legislador y la democracia, sino un proyecto en el que caben distintas formas de realización de sus criterios sustantivos –a veces potencialmente conflictivos-, mas asegura que no de cualquier forma. Ello porque el derecho penal no tiene por único fin el de proteger los bienes jurídicos y el correcto funcionamiento del sistema social de convivencia, sino también los principios generales que limitan el poder punitivo del Estado que, para enfrentar la criminalidad, podría imponer sanciones excesivas sacrificando con ello las garantías mínimas de los individuos y la idea de proporcionalidad. Por ejemplo, en el ámbito de la determinación de la pena,  por el principio de legalidad, deben fijarse los límites máximo y mínimo de su duración, que nadie podrá traspasar sin importar sus intenciones o propósitos. Y aunque estos límites se tracen conforme criterios –preventivos o retributivos- que nada tienen que ver con los problemas y necesidades concretas del autor del delito que luego resulta condenado a una pena privativa de libertad.

Es que a través de las normas de sanción penal se permite una intervención que afectará los derechos que se declaran limitados y provocará una estigmatización inevitable. En el caso de las penas de prisión, junto con la libertad personal se afectan todos los demás derechos cuyo ejercicio impide el régimen de su ejecución, más el honor de la persona sobre la que recae y sus posibilidades de realización laboral y personal a futuro.

Todas estas consideraciones hacen que la decisión sea compleja y dificulte una clara orientación -o aplicación- de los principios que definen una conducta como merecedora de pena, ya que el margen de libre apreciación del legislador pugna con la exigencia de que, además, los límites que la Constitución le permite concretar o crear sobre los derechos individuales sean proporcionados. Y tiene que decidir no sólo sobre el tipo y la pena, sino también sobre la técnica y cuestiones tales como la punibilidad de la tentativa o la imprudencia, la configuración de los delitos que incluye, y las exigencias procesales.

Tratándose de la proporcionalidad, cuando ciertos principios entran en colisión, la solución depende de los efectos que la omisión o la imposición de la pena tengan en la satisfacción del principio contrario. O consiste en el triunfo de uno sobre otro, o bien en una solución que procure satisfacer ambos. Y en ello reside la facultad de regulación del legislador, libre para proponer cualquier fin que no sea inconstitucional.

Este primer requisito opera en forma negativa, no impone la consecución de un cierto catálogo de fines, sino que sólo excluye algunos. Esto es expresión del conflicto entre dos principios que en abstracto tampoco plantean problemas, cuales son las facultades del poder legislativo en un gobierno republicano y las garantías constitucionales de los individuos en sociedad.

Si la máxima de la intervención proporcional requiere, en primer lugar, que la pena presente un fin constitucionalmente legítimo, no significa que habilite cualquier fin que no esté constitucionalmente proscrito. Tampoco sería proporcional una pena incoherente con el marco axiológico  supralegal, o que resguarde bienes socialmente irrelevantes.

De lo anterior deriva la exigencia de adecuación, aptitud o idoneidad de la medida penal en orden a conseguir la finalidad expresada; esto es, la pena que afecte un derecho constitucional, como la libertad, ha de ser  consistente con el bien o con la finalidad que en su razón se establece. Si  no es adecuada para la realización de lo prescrito en otra norma constitucional, significa que para esta última resulta indiferente que se adopte o no la medida penal en cuestión y que está excluida la proporcionalidad legitimante de la intervención.  

La intervención lesiva para un principio o derecho constitucional también ha de ser necesaria, en el sentido de que no exista otra medida que pueda obtener en términos semejantes la finalidad perseguida y resulte menos gravosa o restrictiva. Si la protección de un bien puede alcanzarse a través de una pluralidad de medidas o actuaciones, es exigible que sea seleccionada aquella que menos perjuicios cause desde la óptica del otro principio o derecho en pugna.

En fin, la estricta proporcionalidad es el equilibrio entre los beneficios que se obtienen con la pena en orden a la protección de un bien constitucional o a la consecución de un fin legítimo, y los daños o lesiones que de la pena se derivan para el ejercicio de los derechos del afectado por ella. El juicio de proporcionalidad, en sentido estricto, valora la racionalidad de los medios y los fines, considerando las interferencias públicas tanto como las conductas de los particulares. Es una actividad de índole normativa, que establece el grado de importancia o urgencia en la satisfacción de un principio sobre el otro que sacrifica, y estima la justificación o falta de justificación de la pena en cuestión.

En aplicación de los principios de la proporcionalidad,  que exista un bien en la realidad social no conduce siempre y sin más a declarar que jurídicamente está necesitado de pena, ni es racional que la política criminal adopte ideas sobre merecimientos de pena inaceptables, aunque se presenten como socialmente eficaces.

Conforme el ideal, el legislador no debería traer al código penal más que los actos y los hechos, y -en principio- no deberían ser consideradas infracciones merecedoras de pena el peligro de que ellas se produzcan, ni  deberían ser igualmente penados el dolo y la imprudencia. La actividad estatal, cuando es ética e interviene con intensidad respetuosa de la proporcionalidad, considera las consecuencias, y a mayor afectación que la conducta de un particular produzca en un bien o derecho protegido, mayor o más urgente entiende la necesidad de realizar el principio en pugna. Por el mismo razonamiento, a menor importancia del bien jurídico, más graves o más frecuentes entiende que deben ser los ataques para considerar a las conductas merecedoras o necesitadas de pena.

En suma, dada una ley penal en abstracto, se puede establecer la proporcionalidad de la pena respecto de la conducta incriminada controlando:

a) la clase o jerarquía de bienes que amparan las penas;

b) el alcance de la intervención, o cantidad de modos que sancionan la prohibición penal y la cercanía de la modalidad de sanción con otros derechos personalísimos, como el de la dignidad humana;

c) el grado de lesividad necesario y las modalidades de imputación subjetiva que habiliten la intervención;

d) la probabilidad de que se produzca la efectiva persecución e intervención sancionatoria;

e) la duración o cuantía de la intervención que ocasiona la pena en el derecho fundamental que se limita y

f) la comparación con la sanción prevista para delitos de similar o menor jerarquía tanto en el propio ordenamiento como en el derecho comparado.

Y dada la resolución de un caso por la aplicación de la pena que prevé la ley, la proporcionalidad resultará de que la suma total de lo que cuesta en términos de libertad y derechos subsidiariamente afectados sea inferior a los beneficios alcanzados para garantizar los bienes opuestos a las conductas prohibidas, con justicia y, eventualmente, eficacia preventiva de su reiteración.

Así planteado el problema, la decisión de legislador será siempre una decisión precaria, ya que, aún si le fueran accesibles todos los datos posibles sobre la dañosidad de una conducta y las consecuencias de una pena, la mayoría de las veces desconocerá si la pena actuará efectiva y eficazmente motivando a las personas. Y en todo caso, una vez impuesta y en ausencia de resultados en el sentido esperado, nunca podrá descartar que no fue eficaz para impedir el incremento de la criminalidad.

Como regulador, el legislador del arquetipo decide de acuerdo a todos los elementos centrales del interés práctico, conjugando los derechos del individuo, incluso del individuo delincuente, con los derechos de la sociedad y los fines del Estado.

Pero el legislador real, ante las demandas de la sociedad que vive con miedo a la criminalidad -a veces real, a veces supuesta-, suele reaccionar con contundencia, aumentando la intensidad de la conminación penal y recurriendo, para motivar a los afectados, a la intimidación penal. Tal como sucede, en las sucesivas reformas sobre el tráfico de drogas y el terrorismo.  Por el contrario, ante las demandas de la sociedad que exige el cese de las intervenciones sobre los derechos humanos, actúa descriminalizando determinados tipos de conducta, o permitiendo el prudente arbitrio judicial para atenuar la gravedad de las consecuencias jurídicas, como sucede en torno a la interrupción voluntaria del embarazo en casos de abuso sexual.

Así, en tanto el derecho positivo sea el conjunto de actos de producción normativa sucesivos y ligados a su tiempo, serán frecuentes las antinomias, las contradicciones y las desproporciones, porque cada sanción legal responde, además, a intereses e ideologías que no siempre guardan consistencia histórica.

Reflexionando entonces acerca de estas cuestiones, encuentro que la legislación penal argentina incurre en distintos modos de desproporcionalidad.

La primera forma de actuar desproporcionalmente, la más invasiva y menos justificada, ocurre cuando se dispone protección intensa de un bien que sólo existe en la imaginación normativa, o que existe pero que está imaginariamente amenazado, con penas que no son legítimas desde la perspectiva constitucional. En este caso, de los enunciados de orden público, bien común o salud colectiva, se han derivado penas para la tenencia de drogas de consumo personal. La violación del principio de reserva del art. 19 CN en aras de la ficción de la salud que pretenden las leyes sobre drogas, siendo que no existe daño alguno que trascienda a terceros, es claramente desproporcionada, además de inconstitucional.

Las penas que se aplican a conductas técnicamente delictivas, pero con insignificante contenido de injusto material, como lo son gran parte de las contravenciones y los delitos de bagatela, son desproporcionadas y, además, sospechosas de inconstitucionalidad.

Otra forma de actividad desproporcional aparece cuando se extienden y amplían los supuestos captados por el subsistema normativo que protege un mismo bien, o se extiende a más sujetos, como ocurre con el sistema del art. 80 CP. Nadie duda de la necesidad de proteger a las mujeres víctimas de violencia, pero muchos sí dudan de que la introducción de autores defectuosamente definidos al tipo de homicidio calificado, con pobreza técnica y mezclados de ítems reivindicativos de género, no sea desproporcionado, además de ineficaz.

Una forma más de actividad legislativa falta de proporcionalidad ocurre entre distintos subsistemas normativos, que protegen distintas categorías y jerarquías de bienes jurídicos. En este caso me refiero, por ejemplo, a la evolución comparativa entre la captación de conductas sancionadas por el delito de hurto y las que capta el delito de homicidio culposo. La ley 11.723 ha venido a imponer la pena del art. 172 CP, esto es, 1 mes a 6 años de prisión, para las defraudaciones del derecho de propiedad intelectual, y más recientemente el legislador la extendió a quien reproduzca copias no autorizadas por encargo de terceros mediante un precio. Respecto del homicidio culposo del art. 84 CP, el legislador agravó las penas en función de la cantidad de víctimas o del modo de comisión,  desde 2 y hasta 5 años. En cualquier caso, el máximo de la pena que protege la propiedad intelectual de una obra es mayor que la que se impone al homicida que culposamente provoca la muerte de una o más personas, de modo que podría ser más peligroso, desde el punto de vista de la criminalización, manejar una fotocopiadora que correr un auto en picadas.

Sin perder de vista que en los delitos económicos seguro serían menos lesivas y tal vez más útiles las penas de impacto patrimonial, vistos los pobres resultados que lograron las actuales, las penas son desproporcionadas entre sí, además de injustas e inútiles.

Respecto de la proporcionalidad de las penas cuando se aplican las leyes a la resolución de un caso en particular, pueden ser desproporcionadas, aunque sean justas, cuando tenga más consecuencias negativas que positivas. Tal como sucede cuando por la imposición de pena se desprotegen intereses superiores, como los de los niños, para sancionar a sus progenitores por delitos contra bienes de muchísima menor entidad.

O puede suceder que desde el punto de vista estrictamente penitenciario, y teniendo presente el mandato del art. 18 CN, las penas privativas de libertad sean desproporcionadas por demasiado cortas para conseguir una eficaz resocialización, o por demasiado largas, porque ya la resocialización se ha conseguido o no es necesaria. Del mismo modo, toda sanción abiertamente desocializadora, como la prisión perpetua -o su equivalente, teniendo en cuenta la duración y la esperanza promedio de vida- además de desproporcionada, está vacía de utilidad.

Otras cuestiones específicas de la aplicación de la ley penitenciaria que influyen en las desproporciones de la ley penal, surgen cuando los internos aprovechan la progresividad de la ejecución para la reiteración delictiva o para la fuga. La propia concesión del permiso, aunque no resultara en fracaso, ya produce alarma en la opinión pública y escándalo social, con recrudecimiento de los discursos de reacción punitiva que tiran de los hilos del legislador y endurecen asimétrica y desproporcionadamente las penas.

En conclusión, en la proporcionalidad de la ley penal, la libertad configuradora del legislador opera siempre como argumento a favor de la validez de la pena que impone la norma, que sólo habrá de ceder cuando no sea capaz de superar el juicio de razonabilidad, sin que ello signifique la imposición por vía jurisdiccional de las medidas más idóneas y eficaces –a criterio de los jueces, claro- para alcanzar el fin propuesto, sino tan sólo la exclusión de las ilegítimas desde el punto de vista constitucional.

Todo lo hasta aquí dicho sin ignorar que la evaluación de la proporcionalidad varía respecto de las penas consideradas en abstracto que cuando se enfoca el análisis al modo en que se condena a una pena resolviendo un caso concreto. Si las primeras sólo pueden verse como desproporcionadas cuando imponen un sacrificio intolerable de un principio individual que excluya su legitimidad, en el segundo caso debe analizarse si la solución que permiten satisface la menor lesividad de un derecho que sea compatible con la mayor satisfacción de otro, conforme el criterio de proporcionalidad.

 

 

BIBLIOGRAFIA

CARBONELL, M. Editor (2008) El principio de proporcionalidad y la interpretación constitucional. Quito: Ministerio de Justicia y Derechos humanos de Ecuador  Editor y V & M Gráficas.

D´ALESSIO, A. J. y DIVITO, M. (2009) Código Penal comentado y anotado. Tomos II y III. 2da Edición. Buenos Aires: La Ley

HASSEMER, W y MUÑOZ CONDE, F. (1989) Introducción a la Criminología y al Derecho Penal. Valencia: Tirant Lo Blanch Editora y Gráficas Guada.

 

  30/11/2013

 

   
 

 

 

         

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