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    "Hojas sueltas"    
   

 

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DEL LIBRO DE JOAQUÌN GUILLERMO MARTÍNEZ “HOJAS SUELTAS”, San Francisco (Córdoba) 2009.

 LA VERDAD EN EL CONFLICTO JUDICIAL

 (Publicado en "Comercio y Justicia" el 1º de Febrero de 1968)

 SUMARIO

 

I.          Una anécdota.

II.        El falso dualismo

III.       El Juez

IV.       La justicia humana

V.                 Epílogo

 

I

 

Fue en el año 1950. Inicié los estudios de Derecho en Córdoba residiendo en una pensión de la calle Ituizangó. Convivíamos allí un grupo de estudiantes, algunos empleados y un profesor extranjero, largo y flaco, que dictaba matemáticas en la Facultad de Ingeniería. Todas las mañanas salía éste hacia sus clases cruzando el comedor, en donde muy temprano me sentaba con mis apuntes de Derecho Romano. El encuentro matinal y cotidiano fue venciendo la parquedad del profesor, que parecía no vivir sino en un extraño mundo de cálculos y ecuaciones.

Un día se detuvo con ánimo de conversar. Debió creer que era yo un futuro ingeniero. Al preguntar por mis estudios le respondí con cierto orgullo: abogacía. El alemán se transformó. Me miró con pena y frunciendo el gesto exclamó: ¡Ah, los abogados, de tanto decir que lo blanco es negro y que lo negro es blanco, terminan deshumanizados!

 

II

 

Diez años en el ejercicio de la profesión, obligado a actuar como abogado en decenas de conflictos humanos, me han enseñado a comprender que lo blanco y lo negro no están separados en la vida. El error de concepto del matemático es justificado, si consideramos que su espíritu estaba formado en una ciencia exacta, de principios absolutos y términos de inexorable certeza. Pero la ciencia social, dentro de la que impera el Derecho, cuyo campo de acción es la vida humana, no admite los trazos rígidos de la geometría.

Aquella concepción de dos fuerzas opuestas está presente, también, en la filosofía de los griegos, que concibieron la existencia como el enfrentamiento de un dualismo esencial: el bien y el mal; la verdad y el error; el vicio y la virtud. Es claro, entonces, que si el abogado debe asumir la defensa de una de estas dos fuerzas, se encuentre siempre ante la alternativa de estar con Jesús o Barrabás.

Ese es el criterio vulgar que aun predomina en torno del proceso judicial, dentro del cual imaginamos siempre a dos contradictores, afirmando el uno la verdad y esforzándose el otro, con arteros sofismas, por embrollar las cosas y confundir al Juez hasta hacer triunfar a la mentira.

 

Es un simplismo falso, porque no existe una verdad única e inimpugnable, que esté fuera y por encima de la conciencia humana. La única verdad que nosotros, miserables seres que nos arrastramos en la tierra, podemos conocer, es la que nos indican los sentidos, intenta demostrar la razón y alcanzamos a discernir a través de nuestro limitado criterio.

Dentro de esa limitación de facultades debemos resignarnos a que cada ser humano conozca, aliente y defienda su propia verdad. No olvidemos que cada hombre vive una experiencia singular, distinta a la de su prójimo. Ortega y Gasset elaboró la filosofía de la existencia en torno a este concepto: lo único cierto es el hombre, es decir, cada uno de nosotros y la circunstancia que rodea a cada uno. Vivimos dentro de ese círculo individual, que es personal y único, incomprendido para los demás y dentro de esa circunstancia cada hombre determina la legitimidad de su conducta.

Existe un fenómeno revelado en los tratados de psicología: de manera instintiva, natural, espontánea y sincera, todo hombre tiende a considerar bueno y cierto, por lo general, aquello que conduce a su personal felicidad y que satisface su particular interés. Podríamos recordar aquí la experiencia de todos los días, recibida en los momentos más agradables en la vida del abogado. Son esas horas dedicadas a la consulta, durante los cuales desfilan en el bufete, como ante un confesionario, los que se encuentran ante la inminencia de un conflicto judicial. Han de exponernos allí su caso; en lenguaje simple, desprovisto de términos jurídicos, ignorando incluso si ese problema está previsto en alguna norma de los códigos, pero con la elocuencia única e inimitable, casi perfecta, que sólo se logra cuando se narra, con pasión y convicción, una experiencia personal.

Pues bien: pocas veces, luego de escuchar el vivido relato, podremos negarle una razón parcial en su pretensión y nunca faltará, en los sabios códigos, la regla de derecho que afirme la legitimidad de su verdad.

Podrá ser el obrero que reclama una acreencia insatisfecha; un empresario que considera legalmente cumplida la obligación remuneratoria; un inquilino amenazado por súbito lanzamiento; un propietario que anhela el goce pleno de la propiedad; la víctima de un accidente o el presunto responsable, cualquiera de los cónyuges de un matrimonio desavenido o de los contratantes de una negociación rescindida. Cada uno de ellos, separadamente, ha de expresarnos su caso convencido de la legitimidad de su conducta y en la mayoría de los casos ha de convencernos de ella.

Es que en el conflicto de los derechos humanos no están nunca separadas la razón de la sinrazón, la verdad del error, el bien del mal. Todo constituye una unidad que es el espíritu humano y dentro de lo cual lo uno y lo otro no son sino ingredientes mezclados, como los átomos que integran la materia. Es en el fondo de cada alma en donde se desarrollará permanentemente esta lucha de los contrarios, pugna de instintos y sentimientos de la cual surge el acto humano.

Benavente, en "Los intereses creados", pone en boca de Crispín esta afirmación: Todos llevamos dentro de nosotros a un gran señor de altivos pensamientos, capaz de todo lo grande y todo lo bello. Pero junto con éste llevamos también al sujeto ruin, de bajas acciones y mezquinos

pensamientos.

Benedetto Crocce enseñó la íntima ligazón, la unidad indisoluble del error y la verdad. Nos dice: casi nunca hemos de encontrar en los actos humanos el error puro y simple, ni la verdad completa. Son inconcebibles ambos extremos; casi siempre uno de ellos contendrá alguna partícula del otro.

En la filosofía antigua, a partir de Heráclito, se aprende a concebir el mundo como un equilibrado ajuste de las tendencias opuestas. Detrás de la lucha de los contrarios y de acuerdo con determinadas leyes -explica Heráclito- existe una oculta armonía o consonancia que es el mundo. Esa lucha es la que mantiene vivo al universo.

 

En el origen de todas las cosas encontramos esa tensión de las partes en el todo. Las telas maestras de la pintura universal nos revelan la belleza de un Rembrandt mediante la sugestión del claro-oscuro, maravillosa conjunción de luz y sombra. El milagro de la música surge de la armonía de los intervalos musicales, que no son sino los gemidos de cuerdas acordadas en diferentes tensiones. La arquitectura está concebida sobre la noción de equilibrio, que es el encuentro de las fuerzas opuestas y el organismo humano, lo enseña la biología, es el campo de batalla de microorganismos en lucha permanente para mantener el milagro de la existencia.

La vida social está regida por los mismos principios. La dinámica del mundo es la lucha y el hombre está obligado a luchar por su subsistencia, según el mandato bíblico y deberá también luchar incesantemente por defender su persona, hogar, hijos, ideales, derechos y todo lo que constituyen los más sanos anhelos.

En las circunstancias de la vida muchas veces encontrará que un derecho, al que creía legítimo, aparece negado; que una pretensión justa resulta injusta para el adversario. Estará ya planteado el conflicto de los intereses o sentimientos contrapuestos.

Ese conflicto humano tiene su vía de solución: el proceso judicial. Las puertas de los palacios que algunos llaman "templos de la justicia", no se abrirán al sólo llamado de las partes. Son los abogados quienes deben golpearlas para comenzar a transitar largos, muchas veces mortificantes, pasillos y antesalas. Esos letrados que allí se ven no llevan dentro de sus portafolios simples papeles. Están contenidos en ellos pedazos de la vida humana, lógicas aspiraciones, sanos anhelos, dolorosas peticiones, que deberán vencer incesantes obstáculos, desde la indiferencia fría y orgullosa de los despachos judiciales, a la siempre pesada carga de los tributos del Estado.

A partir del momento en que el abogado acepta la defensa de esos seres angustiados que recibió en su bufete, pasará a llevar en la espalda el problema del defendido. Con cuánta razón escribió Carnelutti que los abogados son los Cirineos de la sociedad: llevan la cruz por otros y ésta es su nobleza.

Ya estamos, así, ante los umbrales del proceso judicial. El conflicto no se ha promovido entre lo blanco y lo negro, ni por la verdad o la mentira; son dos razones igualmente justificadas que chocan entre sí en pugna inevitable de intereses materiales o morales, Cada abogado defenderá en el arduo juicio la verdad de su cliente y una tercera persona, el Juez, determinará cual de estas verdades debe prevalecer.

 

III

 

Pero, ¿quién es el Juez? Qué facultades sobrehumanas hay en el alma de este personaje que tiene sobre sí la facultad de juzgar, función tan grave e inaccesible que hasta llegó a suscitar la severa admonición del Hijo de Dios.

El Juez no es más que un hombre común, con todos los defectos de la humana naturaleza, pero también alentando en su intimidad una ambición insatisfecha de perfección. Un hombre con raíces profundas o adventicias en el medio en que actúa, con facultades intelectuales limitadas, con los apremios, necesidades y angustias con que la vida abruma.

También sobre él recae la sentenciosa afirmación de Pascal: El hombre no es más que un sujeto lleno de errores, nada le muestra la verdad. La razón y el sentido, aparte de que con frecuencia se hallan faltos de sinceridad, se engañan unos a otros. Los sentidos engañan a la razón con falsas apariencias. Las pasiones del alma turban los sentidos.

Este hombre será el que, sólo o integrando un tribunal colegiado, deberá pronunciar la voz de la justicia. Consciente de su responsabilidad cavilará durante largas vigilias. Leerá y releerá los escritos de las partes, pesará las pruebas, valorará testimonios, analizará detenidamente las palabras de la ley, consultará voluminosos tratados, pero en definitiva resolverá por sí mismo, según su propia y libre convicción.

Está obligado a aplicar la ley, es cierto, pero la ley es amplia, integrada por infinidad de hipótesis que abarcan casi todas las posibilidades. Deberá fundar en la lógica su pronunciamiento, en extensas y precisas motivaciones. Pero éstos son los argumentos destinados a fundar su propia y personal convicción. La sentencia no será, en esencia, sino la opinión del Juez, tan expuesta al error como la de cada una de las partes.

Ese Juez vive también dentro de su propia circunstancia. Es un hombre inmerso en la marea del mundo, cogido dentro de una trama de intereses y pasiones en permanente conflicto. Su recto juicio estará influido por prejuicios y estados de ánimo: guardará afectos íntimos, mantendrá antipatías o enconos, no estará, quizás, totalmente libre de esas amarguras y resentimientos que a lo largo de la existencia se depositan, como en el lecho de un río, en el fondo de las almas.

Debemos, pues, rendirnos ante una evidencia de la realidad. La convicción del magistrado estará siempre predeterminada en algún sentido por factores subjetivos o por el sedimento que la propia experiencia vital dejó en su espíritu.

Gallinal, el procesalista uruguayo, transcribe en el capítulo referido a las "Sentencias" algunos consejos prácticos para el Juez. Uno de ellos dice: Leed por ti mismo, todo el proceso dos veces. Leedlo luego otra vez más. Antes de entrar al estudio de la parte jurídica piensa un momento cuál de las dos partes tiene razón conforme a la razón natural.

El consejo es acertado, pero nos confirma que todo el aparato de la justicia se reduce, en esencia, a que el particular sentimiento de una persona resuelva la suerte de dos partes en litigio.

¿Qué nos ocurre cuando leemos una novela? Suele haber entre los personajes el que, por circunstancias especiales, provoca nuestra simpatía o predilección. Quizás nos recuerde con su destino de protagonista nuestro propio destino, quizás encontramos afinidad con su temperamento o

coincidencia con sus opiniones. Estamos a mitad de la lectura y ya hemos perdido la imparcialidad del lector para tomar partido a favor de uno o de otro de los personajes.

¿No creéis que similar fenómeno de conciencia deba ocurrir en el espíritu del Juez cuando forma su convicción mediante la lectura del expediente?

Piero Calamandrei escribió ese hermoso libro, hermoso como pocos, que se titula: "Elogio de los jueces escrito por un abogado". No obstante ser admirador de quienes administran justicia y haber destinado trescientas páginas en elogio de ellos, durante el año 1951 pronunció una conferencia en la Universidad de Padua sobre la crisis de la justicia señalando la influencia inevitable del sentimiento del Juez en las sentencias. Confesó allí Calamandrei que una larga experiencia profesional le había demostrado que, con demasiada frecuencia, el sentimiento puede más que la lógica en las resoluciones judiciales. Y así nos dice: Dejemos de lado las desviaciones dolorosas o delictuosas, dejemos de lado la hipótesis del Juez corrompido o del Juez que al decidir se deja guiar conscientemente por la amistad o por el odio. Pero es cierto que, fuera de estos casos patológicos, actúa siempre hasta sobre el Juez que cree hacer justicia, el influjo de razones no confesadas ni siquiera a sí mismo, de simpatía o de repugnancia inconsciente, que lo orientan anticipadamente, casi por intuición, a elegir entre varias soluciones jurídicas que comporta el caso la que corresponde a este oculto sentimiento suyo.

Más adelante agrega:

El juez no sólo es Juez; es un ciudadano, es decir, un hombre asociado, que posee determinadas opiniones e intereses comunes con otros hombres. No se halla solo, sino ligado por inconscientes solidaridades y conveniencias: es inquilino o dueño de casa; casado o célibe; hijo de comerciante o agricultor; pertenece a una iglesia y quizás, aunque no lo diga, a un partido. ¿Es posible que todas estas condiciones personales no repercutan, de algún modo, sobre su justicia?

 

Esta aguda reflexión de Calamandrei me recuerda una experiencia personal. Hace dos años viajé a una ciudad capital de provincia para radicar demanda de cobro de pesos contra un deudor moroso, al que mi cliente temía por sus artes para eludir el cumplimiento de las obligaciones. En uno de los pasillos del Palacio de Justicia encontré a un condiscípulo de Facultad. Ten cuidad, me dijo. El Juez de turno es el doctor Fulano y no te aconsejo que inicies ante él la demanda. No es Juez para acreedores. Me enteré después que el Juez Fulano gastaba más de lo que permitían sus ingresos, tenía contraídas deudas, es natural que los acreedores lo apremiaran y había adquirido, entre esas dificultades económicas, una solidaridad instintiva hacia todos los deudores.

 

IV

 

Como veis, muchos, demasiados, son los factores que influyen en un pronunciamiento judicial y entre ellos resultan inevitables las determinaciones anímicas y los elementos formativos de la personalidad del magistrado.

Sean estos, en cada caso, más o menos importantes, lo cierto es que el conflicto judicial, que tiene origen en el enfrentamiento de dos razones opuestas, de dos verdades a cada una de las cuales los respectivos litigantes se aforran según su propia perspectiva y particular experiencia, terminará con la consagración de una tercera verdad, igualmente parcial, la verdad del Juez contenida en la sentencia.

El proceso judicial habrá así terminado, pero el interrogante que originó el conflicto perdurará en la conciencia de las partes, de los abogados y del Juez. ¿Habrá sido esa solución la más adecuada según los principios supremos de una justicia absoluta? Este interrogante no podrá ser ya contestado por la justicia humana.

Se equivocan, por ello, los que compartiendo una idea vulgar piensan, como el viejo profesor de matemáticas, que un conflicto ético debe torturar la recta conciencia del abogado en su función profesional. Por el contrario, muy pocas veces se siente en el alma la acritud de defender una causa injusta o sostener una pretensión inmoral. Abogar por los derechos del prójimo, afirmarla legitimidad de sus conductas, siempre justificadas; identificarse con el dolor o la adversidad de quien necesita de nuestro patrocinio; exponer sus razones, es una misión que produce en el defensor

hondas satisfacciones morales.

Las causas de nuestras desazones y abatimientos son otras. Están, precisamente, en la comprobación cotidiana de la relatividad de la justicia.

El drama del abogado, que llega a lacerar su espíritu y provocar tremendos decaimientos en el ánimo, es comprobar que han sido vanos todos los esfuerzos de las leyes para evitar que la justicia sea parcial. Serán sabias y perfectas las normas de la ley, armoniosamente concebida la estructura del proceso, severas las reglas que trazan el marco lógico de las sentencias, celoso el contralor de las partes, pero en definitiva la sentencia no será sino la opinión de quien la dicta, es decir, un enfoque particular del conflicto, contemplado a través de una determinada perspectiva y valorado según personales ideas y sentimientos.

 

V

 

No son estas las confesiones de un escéptico. Para el abogado puede haber dos graves riesgos: el excesivo optimismo y el total desengaño. El primero lo expondrá a un choque tremendo con la realidad al descubrir los límites estrechos de nuestros medios para realizar justicia. Lo segundo le quitará fuerzas para perseverar en una lucha que, con sus dificultades y mortificaciones, es maravillosa. Luego que se han comprendido la dimensión real del poder humano y sus limitaciones; ya resignado a la idea de que el hombre es imperfecto y vive sometido a fuerzas y factores que lo empequeñecen, hemos de descubrir muchas veces que dentro del espíritu de ese ser imperfecto hay algo divino. Es que en todos los hombres hay, no olvidemos al Crispín de "Los Intereses Creados", "un gran señor de altivos pensamientos, capaz de todo lo grande y todo lo bello". Esas almas, algunas veces codiciosas, insensibles otras, tienen en su interior honda sed de justicia y una tendencia instintiva e incesante a buscar la perfección.

La lucha por la justicia es un camino de montaña, que desciende muchas veces, se angosta otras y en ocasiones parece perderse en el abismo, pero va ascendiendo siempre porque el hombre es hijo de Dios y en su espíritu alienta la llama de la divinidad. Es en esos conflictos en donde muchas veces descubrimos los valores sublimes que contiene el alma humana, la gran capacidad para el sacrificio, para el amor, para el renunciamiento y la virtud. Esos instantes reconcilian con muchos momentos de desaliento y enseñan a creer en nosotros mismos. El destino del ser humano no marcha hacia el azar; un hilo sutil, que desciende de no se qué suprema inspiración, lo guía.

Hay, en los abogados, más allá de los despachos, una amplia sala con estantes en las paredes, cargados de carpetas. El polvo cubrió los amarillentos folios; los roedores dejaron sobre las cubiertas el rostro de sus andanzas. Suele ser una habitación cerrada, húmeda, a la cual se concurre algunas veces en busca de un antecedente. Es como el desván de las grandes casonas, a donde van a parar los trastos viejos y muebles en desuso. Centenares de cartapacios que contienen extensos escritos y trabajados informes. Es el archivo de las causas concluidas. Ya nadie las recuerda, pero cada una de esas páginas significó, en su momento, horas de vigilia para el abogado, noches de insomnio, días de tensión, audiencias disputadas, debates agotadores. En el origen de esas luchas judiciales hubo siempre un conflicto humano y un protagonista que concurrió, alguna tarde, a entregar su problema al letrado. Este lo recibió, cargó sobre su espalda de Cirineo la cruz del prójimo y desde ese momento pasó horas, días, semanas y meses angustiado y en tensión para defender las razones de aquel hombre.

Quizás triunfó; es muy posible también que haya sido derrotado. Lo uno o lo otro poco interesan años después de concluida la causa. El heroísmo del abogado, como el del navegante, no está en la plácida serenidad del puerto al que arriba, sino en el tempestuoso mar por el que navegó durante largas jornadas. Lo cierto es que el abogado dejó en cada una de esas páginas del frondoso archivo un pedazo de su vida para revelar ante el frío tribunal la cálida verdad de su defendido. Se identificó con el patrocinado, luchó por él, se apasionó, quizás se indispuso con algunos o suscitó críticas de otros, pero continuó convencido hasta que un día, luego de una noche inquieta y de angustiada espera, escuchó el veredicto.

Para conocer este momento, necesario es haberlo vivido. Qué amargo resulta ese almuerzo masticado con la mente sacudida por una sentencia adversa.

¿Por qué? ¿Por qué?, nos preguntamos durante días y días, hasta que la respuesta vendrá sola, por obra y gracia de la sabiduría suprema de la vida, que puso dentro del ser humano el bálsamo de la resignación.

El tiempo nos irá luego hablando con su lenguaje suave y persuasivo, hasta demostrarnos que nuestra ira fue vana, porque sólo nos ha sido dado un pedazo de la verdad, una razón en minúscula, igual a la que poseía nuestro adversario.

La otra no la podemos conocer; pertenece al reino de la ilusión. Pero qué más bello que haber corrido tras la ilusión de la justicia, como si persiguiéramos empolvadas mariposas sobre verdes prados, satisfecho de poder cazar alguna, de tanto en tanto para embellecer la existencia.

 

 

(1) BENAVENTE, Jacinto: "Los intereses creados". Obras Completas, Aguilar.

(2) RUSSEL, Bertrand: "La Sabiduría de Occidente", Aguilar.

(3) CARNELUTTI, Francisco: "Las miserias del proceso penal". Ediciones Jurídicas Europa- América.

(4) PASCAL, Blaise: "Pensamientos".

(5) GALLINAL, Rafael: "Estudios sobe el Código de Procesamiento Civil", 1928, Montevideo.

(6) CALAMNDREI, Fiero: "La crisis de la justicia", conferencia inserta en "La crisis del derecho".

Ediciones Jurídicas Europa-América, 1961.

 

   
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