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    Función Jurisdicción penal y Seguridad ciudadana    
   

 Por Fernando I. Ferrer

   
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     Una primera caracterización de lo que puede entenderse como seguridad ciudadana refiere al resultado de la acción de personas y de instituciones públicas, cuya finalidad es reducir el fenómeno de la violencia dentro de la sociedad cuanto menos a niveles compatibles con el desarrollo de esa sociedad y de los individuos que la componen. Más próximo al tema de esta exposición, el concepto seguridad ciudadana aparece vinculado con la actividad de personas y órganos públicos cuyo objetivo es actuar preventiva y represivamente frente al delito como una de las manifestaciones sociales que originan violencia dentro de la sociedad, bien entendido que esta actuación –particularmente represiva- genera a su ves violencia y debe ser realizada dentro de los límites y las condiciones que fija el ordenamiento legal del Estado.

 Hablar de ordenamiento legal del Estado, referido al tema de seguridad, evoca de inmediato a la Ley Penal; empero, cuando se confrontan sus disposiciones, enseguida resalta que se ocupa de conductas que “ya” han lesionado aquellas circunstancias cuya indemnidad la seguridad ciudadana presupone: reprimen al que ha matado, por supuesto después que mató; sanciona al que robó de haberlo hecho. Por otra parte, como consecuencia necesaria de lo anterior, notamos que los Jueces Penales – esto es, quienes concretamente ejercen la función jurisdiccional penal-, en tanto encargados de aplicar la ley penal, actúan también con posterioridad a que aquellos presupuestos de la seguridad hayan sido vulnerados.-

 La reflexión que primero se impone a partir de esa situación, la conclusión inicial, parece señalar: el poder jurisdiccional tiene muy poco que ver con el mantenimiento de aquellas condiciones que posibilitan la seguridad del ciudadano; en tanto interviene después que el delito fue perpetrado, su actuación es represiva, no preventiva, y nada tiene que hacer para consolidar o hacer viable dicha seguridad

 Este primer abordaje aparece reforzado por el hecho de que, a diferencia de la obra del legislador, a diferencia de la Ley, y a diferencia también del resultado de la actuación del Poder Ejecutivo –dotadas las tres de alcance general abarcativo de toda la comunidad-, la actuación del Juez, del Poder Jurisdiccional, queda limitada en cambio al caso particular sometido a su decisión, no trasciende ni se aplica a otros por mucho que sean similares. Asimismo el Juez, particularmente el Juez Penal, carece –salvo por excepción- de facultades que vayan más allá de declarar responsabilidades y, en ese caso, de imponer el castigo correspondiente. El Juez Penal, dentro del marco de sus funciones, no soluciona el conflicto que precedió al delito; tampoco el originado por éste, ni –finalmente- ordena el resarcimiento de los daños que provoca, por lo ,menos no en tanto actúe dentro de la órbita de lo que estrictamente es la legislación penal.-

 Frente a ese punto de vista se encuentra otro, radical e inconciliablemente opuesto, el cual dice que, en realidad la función juridisccional penal no se agota con la mera represión de la conducta delictiva, no acaba con nada más que castigar al delincuente; en tanto que la jurisdicción es una función “mas” del estado, se halla dotada de fines que trascienden el sólo propósito de sancionar, fines que pueden identificarse –siquiera parcialmente- con los que persigue la Política Criminal y, desde dicha perspectiva, sostiene: “la pena tiene  efecto preventivo frente a la persona que comete el delito”, y lo tiene desde un doble punto de vista alternativo, bien porque –al sancionarlo- le muestra cuáles son las consecuencias de su comportamiento y por lo tanto lo disuade de delinquir en el futuro, bien tiene efecto preventivo por la forma de cumplirse la pena, forma que permitiría o posibilitaría resocializar, es decir, dotar al delincuente de los elementos que le permitan reinsertarse en la sociedad como un ser útil y eludir la reicidencia.

   
   

 

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 Otra variedad de este punto de vista destaca que la pena tiene también efectos preventivos respecto a la sociedad agredida por el delito. En ese orden de ideas, afirman, la pena impuesta al delincuente en particular sirve de ejemplo para que aquellos de sus miembros que intenten, o que estén tentados, de delinquir no lo hagan por temor a sufrir el mismo daño; para una variante más reciente de esta postura, la pena acredita ante la sociedad el funcionamiento del sistema jurídico, reafirma su vigencia, al mostrar que necesariamente a un quebrantamiento habrá de seguir el castigo.

 Decidir sobre cuál de esos dos punotos de viasta debe ser preferido es cuestión de un debate que se encuentra abierto en la actualidad. Lo único que puedo dar al respecto es mi opinión, tan relativizable como –incluso- lo es la afirmación inicial en que se apoya, atinente a que los dos puntos de vista a los cuales se ha pasado somera revista –el represivo y el preventivo- sean antagónicos e inconciliables

 Hechas estas salvedades, entonces, es que encuentro razón a aquellos que objetan los puntos de vista preventivistas. Acerca de la pena como medio para recuperar al delincuente, debe ser dicho en primer lugar que la resocialización es un concepto vago, ambiguo y, por eso mismo justamente, fuente de peligro para los derechos individuales y colectivos mayor que el peligro de la delincuencia; asimismo, tanto por sus objetivos como por los medios que se proponen emplear para conseguirlos, es constitucionalmente objetable; y, en tercer lugar, es una finalidad demostradamente inaccesible cuanto menos con las herramientas de diagnóstico y tratamiento de que se dispone al día de hoy. De igual impugnación –inobtenibilidad del próposito- es pasible el concepto del efecto disuasivo del castigo, tanto sobre la persona que cometió el delito como sobre los demás integrantes de la sociedad; los elevados índices de reicidencia bastan para demostrarlo.

 Finalmente resulta verosímil el criterio fundado en que, cuando al delito no sigue la pena, -y, más todavía, cuando la situación de impunidad que ello revela se hace endémica-, se genera un descreimiento en el orden jurídico y en las personas y órganos que deben controlar el fenómeno de la violencia delictiva que, a su vez, propicia –como una suerte de circuito que se realimenta a sí mismo- un mayor incremento de la violencia; lo que ocurre actualmente en la Argentina es bastante ilustrativo en ese sentido. No obstante, creo que eso no justifica discursos hoy en día muy difundidos que exigen mayor dureza a los jueces a la hora de emitir sus pronunciamientos ni, tampoco, subordinar sus pronunciamientos –sea al momento de declarar la responsabilidad de una persona, sea en ocasión de imponerle pena- a criterios preventivistas ya que estos promueven dos efectos sumamente negativos.

 En primer lugar porque introduce factores distorsivos que desmerecen lo que es la esencia de la función juridisccional, esto es, la posibilidad de resolver de manera imparcial los intereses sometidos a su conocimiento; un juez que debe resolver basado en razones distintas a la culpabilidad del delincuente y a la gravedad del hecho que ha cometido, se hace partícipe de aquellos intereses y pierde su calidad de tercero ajeno a la materia del debate. En segundo término, resolver en función del efecto disuasivo que la sentencia condenatoria y el castigo puedan tener sobre el resto de la sociedad, no implica otra cosa que instrumentar la persona del delincuente haciendo agravio a su dignidad como persona, empece que nuestro texto constitucional la declara intangible.

Lo dicho no implica asimilar imparcialidad  a neutralidad. El Juez, ante el conflicto de intereses que plantea el proceso penal, no es neutral; por el contrario, su actividad es indudablemente y por esencia valorativa. Sin embargo, esa valoración tiene límites; por un lado, porque sus pronunciamientos –todos ellos- deben ser formales, es decir deben respetar las prescripciones de la ley procesal en cuanto al momento y a la manera de dictarlos; por el otro, porque al Juez cuando resuelve no le es lícito exceder los ámbitos de culpabilidad ni del daño ocasionado por el delito, como la obra del delincuente, para discernir responsabilidades ni para imponer castigos. 

   
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