Extraterritorialidad penal y .... 

principal

         
   

Cursos, Seminarios - Información Gral - Investigación - Libros y Artículos - Doctrina Gral - Bibliografía - Jurisprudencia  - MisceláneaCurriculum - Lecciones de Derecho Penal - Buscador

   
         
 

   
    Extraterritorialidad penal y juzgamiento universal    
   

 Por Julio B. J. Maier

   
        inicio
   

U    Introducción

      Desde hace tiempo, incluso antes de los conocidos juicios de Tokio y Nürenberg[1], después de la Segunda Guerra Mundial, el Derecho Internacional se preocupa por una clase de crímenes graves, de gran poder ofensivo, que afectan por su crueldad o interés lesionado a la comunidad internacional y son reconocidos por ella como un crimen de este tipo[2]. Aquí no se pretende abarcar la expresión desde el punto de vista de la responsabilidad del Estado que infringe una obligación internacional, sino, antes bien, se trata de la aplicación de reglas penales internacionales a individuos o personas que han emprendido acciones, o que no las han emprendido, en colisión con una prohibición o un mandato de la ley internacional. Empero, el título sugiere algo más: el abandono parcial, pero abandono al fin, de principios relativos a la vigencia espacial de la ley penal —territorialidad— y al punto de conexión básico para, en consonancia con aquél, establecer la competencia de los jueces —forum delicti comissi— o, si se quiere, en lenguaje procesal, su jurisdicción, como poder de juzgar a las personas humanas.

 Ejemplos actuales de la determinación internacional de reaccionar contra esos crímenes lo constituyen los tribunales internacionales creados para los crímenes de guerra de la ex Yugoslavia o para los crímenes contra la humanidad cometidos en Ruanda, cuyos respectivos estatutos coinciden en afirmar dos características comunes de estos crímenes: que los actos juzgados sean inhumanos y de extrema gravedad, por una parte, y que representen un ataque extendido, en el sentido de la pluralidad de víctimas, o sistemático, en el sentido de la organización y comisión a escala, por la otra.

La terminología, en todo caso, todavía no es clara. Se discute aún cuáles de estos crímenes deben ser reputados contra la humanidad y cuáles no reúnen estas características. Escaso tiempo atrás han sido agrupados estos crímenes con otros, que no repugnan necesaria y directamente a la dignidad de las personas humanas lesionadas, sino que implican un peligro o lesión a la paz universal e, incluso, se pretende incluir allí ciertos delitos que afectan bienes jurídicos colectivos, como la salud pública (drogas o sustancias controladas) o el medio ambiente. No parece existir un acuerdo final[3]. Sin embargo, para ejemplificar, bastan unos pocos casos representativos, como los derivados del llamado “derecho humanitario”, el genocidio, la aplicación de torturas o tratos crueles y degradantes, o la desaparición forzada de personas, que nadie discute como ejemplos representativos de crímenes contra la humanidad por afectar derechos humanos básicos reconocidos por convenciones internacionales, tanto universales como regionales.

 Los esfuerzos internacionales no terminan aquí. Se procura también instalar una Corte penal internacional permanente, cuya competencia abarque estos crímenes de lesa humanidad, con un estatuto procesal propio[4]. Se observará más adelante que uno de los aspectos que interesa sobremanera para la prevención de estos crímenes, cometidos casi siempre por abuso del poder estatal, resulta ser la competencia para su juzgamiento y su extensión conforme a un principio universal, con el fin de que, por motivaciones políticas, ellos no sean “descriminalizados” de hecho o por decisiones internas de los estados en los cuales esos delitos han sido cometidos. Uno de los párrafos del Preámbulo, que precede al articulado del Estatuto de Roma, reza: "Decididos a poner fin a la impunidad de los autores de esos crímenes y a contribuir así a la prevención de nuevos crímenes"; "Recordando que es deber de todo Estado ejercer su jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales".

2. El Derecho penal internacional y el principio universal

Prescindiendo por el momento de la última Convención de Roma, que contiene una descripción de los elementos de los llamados crímenes internacionales[5], al establecer y desarrollar la competencia del tribunal[6], la síntesis obliga a describir unos pocos delitos cuya definición por convenciones internacionales en vigor o por el todavía Proyecto de la Comisión de Derecho Internacional se relacionan con la violación sistemática de derechos humanos reconocidos, esto es, con el caso argentino o con casos similares relativos a dictaduras militares o civiles en Hispanoamérica. Por otro lado, es menester advertir que no existen demasiadas opciones, en el sentido indicado, pues la mayoría de las convenciones internacionales o bien están referidas a la responsabilidad estatal por infracción de una obligación internacional, o bien carecen de reglas relativas a la ley aplicable o a la competencia de tribunales extrañas a la determinación del Derecho interno de cada Estado, uno de los aspectos esenciales para la prevención eficaz y punición efectiva de estos delitos. Existen sin embargo dos convenciones vigentes que, a la par de referirse a la responsabilidad penal de autores y partícipes individuales de delitos contra la humanidad aplicables al caso genérico propuesto —el ejercicio abusivo y grave del poder estatal caracterizado vulgarmente como “terrorismo de Estado”—, contienen reglas más o menos precisas sobre extraterritorialidad de la ley penal aplicable y acerca de la competencia de tribunales estatales distintos a aquellos del Estado en el cual esos delitos han sido cometidos. Se trata de las convenciones universal y regional (interamericana) contra la tortura y de la Convención Interamericana sobre desaparición forzada de personas.

Por otra parte, interesa sobremanera al tema los esfuerzos destinados a lograr, en el ámbito universal, un Código de crímenes contra la paz y la seguridad de la humanidad y a establecer una Corte penal internacional permanente, con estatuto procesal propio, esfuerzos encargados por la Asamblea de la O.N.U. a su Comisión de Derecho Internacional y hasta hace escaso tiempo en estado de elaboración definitiva[7]. Esos esfuerzos parecen haber obtenido sus frutos, según ya se advirtió, con el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que, según se observa, al describir los crímenes abarcados por el ámbito de su competencia, ha concluido con el primer intento[8]. Voy a prescindir de ingresar al estudio de estos esfuerzos, en homenaje a la brevedad, para dedicarme al Estatuto aprobado, que, sin duda, constituirá en el futuro el origen y la dirección a la que apuntará el problema que hoy examinamos.

El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional fue suscrito por 120 votos  favorables y 7 votos en contra —y, al parecer, 20 abstenciones— por la Conferencia Diplomática reunida en Roma el 17 de julio de 1998; el texto final, sin embargo, difiere en una medida bastante importante, con su antecedente[9]. El Estatuto consta de un Preámbulo y 128 artículos. Si se prescinde de las materias que aquí interesan —crímenes universales, competencia y subsidiariedad— su contenido puede resumirse como sigue: crea, por una parte, una Corte Penal Internacional de carácter permanente, que vincula a la O.N.U. por un acuerdo especial aprobado por la Asamblea de los Estados Partes (no se trata de un órgano de la O.N.U.), cuya composición originaria (18 jueces) y organización fundamentales (la divide en tres salas: Sección de apelaciones, Sección de primera instancia y Sección de cuestiones preliminares) regula; crea la Asamblea de los Estados Partes, verdadero Poder Legislativo de la Convención; contiene las normas materiales (prohibiciones y mandatos penales) que definen los crímenes de su competencia, las reglas de la participación criminal y la punibilidad de la tentativa, y, aunque sin ser exhaustiva, se ocupa de las causas de justificación (sobre todo para rechazar, aun parcialmente, la obediencia jerárquica), de la imputabilidad penal, del error, que divide en error de hecho y de derecho, y de ciertas condiciones de punibilidad y perseguibilidad (imprescriptibilidad); regula los principios básicos de garantía en la aplicación de la ley penal y propios del proceso penal; describe los pasos fundamentales del procedimiento; disciplina las penas y la ejecución de las condenas; y comprende un capítulo sobre cooperación internacional y asistencia judicial.

El Estatuto puede merecer críticas justificadas: en particular, es difícil incursionar tan brevemente en la reglamentación de todas las materias, incluso polémicas, que abarca[10]. No es nuestra intención acceder aquí a esas críticas, sino remarcar las características principales del Estatuto respecto de los problemas que constituyen el objeto de este debate. Empero, en su defensa, se debe tener en cuenta, en primer lugar, la necesidad de la Conferencia Diplomática de llegar a ciertos acuerdos básicos sobre el establecimiento de una Corte Penal Internacional y su funcionamiento futuro, con las concesiones recíprocas que ello implica, y, en segundo lugar, los diversos sistemas jurídicos y analítico-jurídicos (dogmáticos) que debieron ser tenidos en cuenta para concluir en este consenso básico.

En aquello que nos interesa cabe destacar que:

a)     el Estatuto se refiere a la responsabilidad de las personas físicas o naturales (Art. 25), con lo cual confirma la tendencia, ya expresada en algunas convenciones internacionales sobre materias particulares (tortura, desaparición forzada de personas), relativa a un Derecho penal de vigencia universal, sin fronteras —o, cuando menos, sin más fronteras que aquellas hasta hoy conocidas: el planeta en el que vivimos, su espacio exterior y la organización internacional de estados—, aplicable a cualquier persona por el hecho de ser tal (ciudadano del mundo);

b)     el Estatuto, aun limitadamente (subsidiariedad), se adhiere también a la tendencia que acepta la competencia universal para la investigación y juzgamiento de ciertos crímenes que pueden señalarse sintéticamente por su carácter de intolerables para la comunidad internacional, y, como consecuencia, crea una corte de justicia internacional y el órgano de persecución penal oficial.

No obstante, ambos puntos de partida reconocen limitaciones en el mismo Estatuto. En cuanto al primero de ellos, la ley penal de vigencia universal se reduce a un limitado grupo de conductas, descriptas en los Arts. 6 a 8, mencionadas genéricamente como genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y el crimen de agresión (Art. 5)[11], y susceptibles de ser modificados, en una medida impredecible jurídicamente[12], conforme al procedimiento fijado en el Art. 9. De tal manera, aunque la regla de vigencia universal implica una modificación profunda del punto de conexión característico para decidir la vigencia espacial de la ley penal, el principio de territorialidad[13], emblemático para el derecho penal según su origen, lo cierto es que ella sólo rige, como hasta ahora en los órdenes jurídicos nacionales, por vía de excepción. Por lo demás, las reglas que importan condiciones para el ejercicio de su competencia por la Corte, aun cuando formales, fijan también, en la práctica, condicionamientos al principio universal del que parte el Estatuto: se aplica sólo a los estados parte o que acepten la competencia de la Corte (Art. 12, nros. 1, 2 y 3), sólo si en su territorio, comprendidas aeronaves y buques según su matrícula, se ha llevado a cabo el hecho punible —principio territorial— o el acusado tiene su nacionalidad —principio de la personalidad activa— (Art. 12, nº 2, letras a y b y encabezamiento del Art. 13).

La competencia universal que el Estatuto le confiere a la Corte también es excepcional. En primer lugar, es subsidiaria del poder de juzgar que, en primer término, corresponde a los estados nacionales (Art. 1)[14]: sólo procederá la Corte cuando el Estado que tenga jurisdicción sobre el crimen, conforme a sus reglas de vigencia de su ley penal y de competencia de sus tribunales, no pueda, o no disponga la averiguación del crimen o el enjuiciamiento del imputado, sólo lo disponga para sustraer al autor o al partícipe de la responsabilidad penal por los crímenes de competencia de la Corte, o incurra en demoras injustificadas o intolerables, que denoten impunidad, o el tribunal competente no pueda ser calificado como independiente o imparcial (Art. 17, nº 1, letras a y b; nº 2, a, b y c; y nº 3)[15]. Por lo demás, rigen todas las limitaciones relativas a la condición de Estado Parte o a la aceptación de la competencia de la Corte que inmediatamente antes señaláramos para limitar la vigencia universal de la ley penal establecida en el Estatuto, y al principio territorial y de la nacionalidad activa como condicionantes del ejercicio de esa competencia. Quizás debe mencionarse aquí, también, la regla excepcional que faculta al Consejo de Seguridad de la O.N.U. para inhibir la averiguación y el juzgamiento del crimen (Art. 16)[16].

   
        inicio
   

3. La trasformación operada

 I. Si, antes de centrarnos en la observación específica del Derecho penal —lato sensu, comprensivo del Derecho procesal penal—, pero sin perderlo de vista, nos preguntamos acerca de aquello que se está trasformando, observaremos sin demasiada especulación que el llamado Derecho internacional público amplía su cometido, su área de referencia y los sujetos de derecho a quien se refiere. Ya las convenciones universales y regionales sobre derechos humanos habían puesto al individuo como centro del problema y le habían reconocido capacidad jurídica para operar por fuera de las fronteras de un Estado, ante organismos internacionales, aunque contra un Estado o dirigiendo su queja con el marco de referencia de un Estado y los deberes de acción o de omisión que le son impuestos por la comunidad internacional. No cuesta mucho observar cómo —sensiblemente— la petición de principio de que sólo los estados eran sujetos de derecho en el Derecho internacional público, en el sentido de que eran los destinatarios de esas normas del orden jurídico universal, que les conferían derechos y obligaciones, ya no es más sostenible. Hoy, posiblemente por reacción frente a la impunidad de crímenes atroces y aberrantes, intolerables para la vida civilizada de la comunidad universal[17], el Derecho internacional ha ganado otra área, El Derecho penal internacional[18], que ya no tiene como destinatarios a los estados, para imponerles deberes u obligaciones y concederles derechos, sino que pretende dirigirse a las personas —por el momento sólo a las personas naturales, físicas o de existencia visible— para imponerles deberes de acción o de omisión (mandatos y prohibiciones) que, incumplidos, provocan, a su vez, la imposición de una pena. Ello equivale a considerar a las personas naturales, sin aditamento alguno, como sujetos de normas internacionales, curiosamente a través de la deliberación, votación y voluntad de los estados a los que ellas pertenecen, por ser nacionales de esos estados o por residir en ellos. De allí a la creación de órganos internacionales, para la persecución y juzgamiento de las personas que con su conducta infringen esos deberes, hay un solo paso: el primero fue la imposición a los estados nacionales de sancionar leyes penales conforme a esas prescripciones internacionales y de juzgar a los trasgresores e, inmediatamente después, sobreviene la creación de los órganos internacionales de persecución y enjuiciamiento, órganos que, a pesar de que no pertenecen a la organización internacional de las naciones, no pertenecen tampoco a estado alguno, sino, antes bien, a la comunidad universal. Si limitamos la observación al mundo físico y político que constituye nuestra referencia actual, el planeta y los estados que ocupan su territorio, era fácilmente predecible que el principio territorial, como punto de conexión básico para decidir acerca de la ley penal aplicable y sobre la competencia estatal para el enjuiciamiento de un posible infractor de un deber penal, entraría en su ocaso, esto es, perdería, si no toda, al menos gran parte de su importancia central. Con prescindencia de la valoración de toda esta trasformación, es claro que la trasformación apuntada posee en sí un significado más que importante, tanto presente, como futura, para el sistema penal que conocemos. Curiosamente, ella, también, implica, objetivamente, más Derecho penal y no menos Derecho penal —lato sensu—, según la ciencia pregona desde varios puntos de vista[19].

II. No debe creerse que los puntos de conexión extraños al principio territorial acerca del ámbito de validez o vigencia de la ley penal y, por consiguiente, determinantes para la jurisdicción penal por regla, esto es, para el poder de juzgar, eran desconocidos con anterioridad, según expresa ingenuamente la prensa no especializada y hasta alguna especializada o convocante de especialistas[20]. Por lo contrario, en el Derecho penal estatal existieron desde antiguo otros puntos de conexión, distintos al territorio —a pesar de que se incluyó siempre en él la bandera o matriculación de buques y aeronaves, y el mar continental—, para determinar la vigencia extraterritorial del Derecho penal estatal[21]. Ya el CP argentino reconoce, al lado del principio territorial, básico (CP, art. 1, inc. 1º), al principio de defensa o real, que abarca hechos punibles cometidos en el extranjero pero cuyos efectos se producen en la República Argentina: lesión o puesta en peligro de un bien jurídico existente en el territorio, como en el ejemplo clásico de los delitos a distancia (CP arg., art. 1, inc. 1º)[22]. Y esta extensión de la vigencia de la ley penal por fuera del territorio es claro que colide o puede colidir con la imaginaria ley extranjera, que indica como vigente el punto de conexión del territorio en el cual se emprendió la acción u omisión punibles[23]. En verdad, estos escasos puntos de conexión extraños al territorio obedecen a puntos de vista políticos de mayor envergadura, incluso extraños al Derecho penal: Argentina, que integra, como todos los países de América, el grupo de países de "inmigración", al menos en el siglo XIX y parte del siglo XX, tiene por principio al ius soli para conceder la protección de su nacionalidad: resulta consecuente con él aferrarse, básicamente, al principio territorial en materia penal y desconocer, en principio, otros puntos de conexión, sobre todo aquellos fundados en la nacionalidad del autor o de la víctima; empero, ni aun así pudo desconocer el principio real o de defensa. El Código penal alemán (StGB), por ejemplo, conoce desde antaño los puntos de conexión de la personalidad activa y pasiva[24], pero, además, reconoce también el principio universal[25]. De tal manera, los principios que se oponen, aun parcialmente, al principio territorial no han sido formulados originariamente, al menos en su concepción teórica, por el Derecho internacional, sino que, antes bien, fueron desarrollados, de diferente manera, por el Derecho penal de los estados particulares; el Derecho internacional penal los tomó de allí, incluso parcialmente, y les dio su regulación propia y diferente en cada convención.

Vale la pena acotar que el Estatuto de Roma contiene de una manera curiosa al principio territorial, como punto de conexión básico para surtir la competencia de la Corte Penal Internacional y tornar aplicables sus normas penales (Art. 12, nº 2, letra a) y, luego, al principio de la personalidad activa (Art. 12, nº 2, letra b): se trata de que sólo es competente la Corte y, por tanto, cobran vigencia las normas penales internacionales que contiene el Estatuto, cuando un Estado, en cuyo territorio fue cometido el crimen o del que es nacional el acusado, es Parte del Estatuto o aceptó la competencia de la Corte, según el nº 3, del mismo Art. 12. Al parecer, quedaron fuera del Estatuto otros puntos de conexión previstos en los proyectos o propuestas previas[26]. Con ello se puede predicar que el abandono del principio territorial en el Derecho penal internacional comprende un número muy limitado de casos; si a ello se le agrega la característica subsidiaria (Arts. 1 y 17: complementaria, según el idioma del Estatuto) de la jurisdicción penal internacional, la renuncia al principio de territorialidad del Derecho penal es menor aún.

III. Estamos ahora en condiciones de examinar la incidencia que, en el sistema penal, puede alcanzar el abandono, aun parcial, del principio territorial como punto de conexión para indagar acerca de la ley penal aplicable y de la jurisdicción competente para juzgar.

El principio territorial es importante para el Derecho penal porque se vincula, estrictamente, a su origen. Derecho penal propiamente dicho, en el sentido que actualmente damos a ese concepto, es una creación relativamente próxima a nosotros, que se corresponde con el cambio sustancial que, en la historia política, significó el nacimiento del Estado moderno como organización social y a aquello que importó la Inquisición como forma de control social duro y formalizado. La concentración del poder político en instancias políticas centrales, operada primeramente en la Iglesia romana por su vocación de universalidad[27] y luego en el nacimiento de los estados nacionales, casi onomatopéyicamente en una sola mano que confunde al Papa con la Iglesia y al monarca con el Estado, produce una verdadera trasformación en la organización social que, de sociedades vecinales, con un alcance territorial limitado, en la que todos los sujetos de derecho reconocidos ejercían cotidianamente el poder político, reunidos en Asamblea para decidir los asuntos comunes, pasa a nuclearse en territorios vastos y a ser conducida centralmente por el soberano y su burocracia de funcionarios, en quienes delegaba ese poder para recuperarlo por devolución y controlar su ejercicio conforme a reglas, sociedad esta última en la cual el "ciudadano" pierde todo poder político para convertirse en "súbdito" de la corona, con la necesidad de obedecer reglas de comportamiento totalmente heterónomas a él, a cambio del deber de la instancia central de proporcionarle "seguridad" en el más amplio de los sentidos (común). En verdad, primero aparece la pena estatal, con su función de consolidación de las instancias políticas centrales y monopolización del uso de la violencia física, la fuerza pública, sustraída de su ejercicio por parte del ciudadano individual o de su familia; luego aparece, después de varios siglos, el delito, esto es, el Derecho penal orgánico, con su definición de crímenes y penas, noción que, a la par de extender la idea de criminalidad a otras relaciones y conflictos sociales, distintos de la conservación del poder y de la consolidación de la paz entre los súbditos, y cumplir la función de autolimitación estatal, da nacimiento a la función legitimante del Derecho penal, en tanto significa, por una parte, sujetar el recurso a la fuerza a reglas (legalidad) y, por la otra, extender la protección de sus reglas a otros intereses, diversos de la mera acumulación y conservación del poder político en una sociedad pacífica[28]. La trasformación, sin embargo, no fue un proyecto intelectual unívoco ni se logró sin lucha. Por lo contrario, la centralización política fue un proceso extendido a través del tiempo que, dentro de la Iglesia, ofreció luchas intestinas entre el poder papal y sus obispados, y en el mundo laico, entre el monarca y sus territorios, antes independientes, luchas que ya asomaron en el siglo XIII por sus mecanismos intelectuales: así desde la originaria ley y jurisdicción del domicilio (forum domicilii) fue ganando terreno la ley y jurisdicción del hecho (forum delicti comissi), que equivale al principio territorial, uno de los instrumentos jurídicos utilizados para derrotar a la tradición jurídica feudal[29].

Se puede observar ahora que todo apartamiento del principio territorial significa, en el fondo, un desarraigo de la base político-cultural originaria del Derecho penal o de la aplicación de una pena, que sin casualidad alguna es identificada y calificada como pena estatal. De allí que este punto, a estar por los relatos acerca de la Conferencia de Roma, parece haber sido un motivo de desencuentros mayúsculos entre los estados signatarios[30]; y de allí también que las excepciones al principio territorial del Estatuto de Roma son más que escasas y relativas, según ya quedó explicado.

   
        inicio
   

4. Conclusiones y problemas

I. Existen algunas conductas humanas que hoy repugnan al género humano por su crueldad o extensión, quizás más que aquellas que imaginamos en una ojeada superficial. Su identificación, sin embargo, no es sencilla, pero alguna de ellas ingresan a esta calificación sin discusión, incluso por razones de Derecho internacional ya vigente: se me ocurre mencionar, por ejemplo, al genocidio o al homicidio y asesinato a escala, a la aplicación de la tortura y, más modernamente, a la aplicación por los estados o por ciertos grupos de una especie de pena o Derecho penal informal, que crea terror en la población —por ello llamado terrorismo del poder—, y se manifiesta en la desaparición de personas, sin rastro alguno que permita localizar su destino, mecanismo de castigo o averiguación en cuya aparición y extensión los estados íberoamericanos han colaborado con un esfuerzo merecedor de otra finalidad[31]. La cultura humana no tolera estos comportamientos hoy en día, al punto de exigir, como criterio fundamentador del castigo, la necesidad de la expiación del crimen cometido o, si se quiere, el castigo, en principio, por la necesidad de retribuir, al más puro estilo de la ética kantiana (quia pecatum est)[32]. Sólo en segundo lugar aparece la prevención general, muy parecida a la mera retribución como argumento fundante de la pena, tanto si se trata de la prevención negativa como de la positiva. Por último, no parece que el punto de vista de la prevención especial, positiva o negativa, sea tenido en cuenta para resolver este problema[33].

En cambio, parece incidir sobremanera en la pretensión de creación de un Derecho penal universal y de un tribunal penal internacional que aplique esa ley, la necesidad de responder civilizadamente a esos crímenes, esto es, con una determinación precisa de los comportamientos punibles, definida de antemano, y por intermedio de un tribunal y órganos de persecución integrados y organizados previamente, que aplique reglas de procedimiento conocidas, respetuosas de la posibilidad de defensa del sospechado como autor o partícipe y de las demás garantías judiciales, reconocidas universalmente, que le corresponden por el mero hecho de la imputación que soporta. Esta razón, que deriva en el fondo de evitar responder con la violencia irracional y sin reglas, de la misma manera que el autor del crimen en la conducta reprochada, y como expresión de venganza, es, en definitiva, la que justifica y legitima el Estatuto de Roma, incluso frente a las críticas que sirvieron para impugnar sus precedentes, mencionados en un comienzo.

II. El primer riesgo que se corre con la creación de un Derecho penal internacional, aplicable a individuos, y con la creación de órganos judiciales internacionales es idéntico al ya conocido y localizado en los sistemas penales nacionales: la extensión sin freno del sistema, a medida que trascurre el tiempo[34], hacia el modelo de una sociedad —internacional— gendarme que progresivamente criminaliza otros comportamientos, dudosos en su calificación como crímenes contra la humanidad: obsérvese que ya se ha procurado introducir toda la criminalidad referente a las drogas y oscuros conceptos referidos a la criminalidad organizada, para justificar su persecución y represión "sin fronteras".

Este riesgo debe ser evitado. El Estatuto de Roma permite una interpretación tal que su Art. 5 represente un númerus clausus, de manera tal que, aunque él admita la redefinición de esos crímenes por sus elementos constitutivos, para lo cual contiene un procedimiento y faculta a un órgano específicos (Art. 9), ello no represente, incluso conforme a normas internacionales, la apertura sin límites de su Art. 5, "limitada a los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto" (Art. 5, encabezamiento) y las enmiendas, con ello, sean "compatibles con lo dispuesto en el ... Estatuto" (Art. 9, nº 3). Por tanto, una ampliación real del ámbito de hechos punibles abarcados por la regulación del Estatuto necesita de una nueva Conferencia internacional de estados que la decida, esto es, de una nueva Convención que reforme el Estatuto y lo coloque nuevamente, para su vigencia eventual, a la ratificación o adhesión estatal.

III. Unido al riesgo anterior o, inclusive, apreciado en forma aislada, se corre también el riesgo —ya no adjudicable al Derecho penal material, sino, antes bien, al formal— de una mutiplicación —incluso geométrica— de la "burocracia penal", esto es, la de los órganos de juzgamiento y persecución penal, llámense jueces, fiscales o policías, incluso auxiliares de estos tres estamentos. Tal realidad se ha observado también en los sistemas nacionales. Piénsese que, desde un comienzo, el Estatuto se ha adherido al sistema más puro de persecución penal oficial (principio de oficialidad), a cuyo fin crea un órgano específico para cumplir esa tarea, la fiscalía, y le concede atribuciones (Art. 54 y cc.). Lejos de criticar esa decisión —que pudo ser otra o instrumentarse de otra manera[35]—, ella sugiere la necesidad de auxiliares para la investigación de los supuestos hechos punibles, naturalmente la policía, cualquiera que sea el nombre que se elija para la institución, que, por lo demás, deberá detentar la fuerza pública necesaria para tornar eficaces las investigaciones y las decisiones del tribunal[36]. No es entonces alocado imaginar un crecimiento similar, con el tiempo, que, desde el punto de vista penal, significa mayor control y más autorizaciones para ejercer la fuerza pública.

IV. Se debe prever, también, una degradación —quizás débil, pero casi siempre existente– del derecho de defensa. Prescindiendo de los problemas de idioma que, en parte, son siempre insuperables, cualquiera que sea la previsión normativa, y que en los órdenes jurídicos nacionales sólo aparecen, por regla, en unos pocos casos y en medida tolerable, a contrario de aquello que puede imaginarse en el caso, el juzgamiento internacional colocará al acusado en una situación difícilmente evitable. Basta pensarse uno mismo como imputado. Difícilmente accederé a un defensor de confianza, con las condiciones que se requiere para confiar la defensa contra una condena penal grave a un asistente técnico, fuera de mi entorno, sintéticamente, del lugar en el cual resido y conduzco mi vida; por lo demás, el costo de lograr uno de ellos aumentará seguramente en forma considerable y hasta límites difíciles de prever, a más de que, por las características de los hechos punibles previstos y por el esfuerzo individual que ello representa, no será sencillo hallar muchas personas dispuestas a defender el caso, ni con la dedicación que él exige. Resulta también previsible la exposición a la prensa universal, a los medios de comunicación e información en general, con todos los problemas que esta intervención fuera de lo normal representa para la administración de justicia, el más visible llamado ya "juicio previo de los medios", difícil de evitar y aun más difícil de torcer en su resultado final. Por lo demás, no existe duda acerca de que ciertas previsiones sostenidas en los derechos nacionales como reglas de garantía son poco menos que imposibles de imaginar en este procedimiento; nombro, para ejemplo, la integración de los tribunales de juicio con participación ciudadana (jurados o escabinos), del todo extraña y contrapuesta para una organización internacional, una previsión de seguridad individual sentida como tal, como reacción contra la Inquisición histórica (justicia de gabinete), por una mayoría de órdenes jurídicos nacionales y del más puro origen iluminista. Vale la pena también recordar el apoyo —al menos moral— para soportar la hoy llamada "pena de proceso", que le brindan al imputado parientes y amigos, casi siempre cercanos al lugar donde reside o conduce su vida cotidiana. Se dirá que estos son, invariablemente, problemas prácticos que también pueden presentarse en cualquier juzgamiento, y nadie podrá discutir que, en forma ocasional, la afirmación es correcta, sólo que, en el juzgamiento universal de una Corte de Justicia Internacional, estos problemas se multiplican y aparecerán siempre y por doquier. Y no parece justificar la degradación de los derechos que le corresponden al imputado, la alusión a la gravedad del crimen supuestamente cometido por él.

V. Si este Derecho penal (internacional) sigue los destinos de los derechos penales nacionales, y nada indica que, con el tiempo, el proceso no debiera cumplirse de la misma manera, se observará rápidamente como él opera selectivamente y atrapa en las redes de su control formal a las personas más débiles, a quienes menos resistencia pueden oponer a su aplicación o a los más vulnerables para él. La discusión generada en torno al crimen internacional de agresión, que, a mi juicio, escasamente se vincula a las posibilidades de su definición jurídica, sino, antes bien, a la intervención del Consejo de Seguridad de la O.N.U., en el cual un núcleo de países "importantes" tienen un derecho de veto sobre sus decisiones, que impediría la persecución penal, más la letra del Art. 16 del Estatuto de Roma (suspensión ilimitada de la investigación o el enjuiciamiento por decisión del Consejo de Seguridad), representa una muestra elocuente de este escepticismo. Ese sentimiento va teniendo hitos de convalñidación muy claros, además de los nombrados: el país que opera hoy como gendarme universal no sólo votó en contra del Estatuto —no lo reconoció, como tampoco lo hizo con las convenciones sobre derechos humanos—, sino que ahora, al propiciar guerras externas a su territorio, y al advertir que, conforme al Estatuto, sus nacionales podrían ser juzgados por crímenes de guerra cometidos fuera del territorio de su Estado, no ha hallado mejor manera para eludir las disposiciones del tratado que pactar bilateralmente con otros estados la prohibición de extradición de sus nacionales y la prohibición de sometimiento a otro tribunal que no sea su tribunal nacional competente. El escándalo de Colombia, acogiéndose, como algunos otros estados, a la cláusula del art. 124 del Estatuto (prórroga de vigencia de la comeptencia de la Corte), es otro de esos hitos, y sospecho que viviremos aún muchos más, en el mismo sentido que el defecto ya natural en el DP estatal: los poderosos no serán juzgados.

VI. Por último, la lectura e interpretación de estos reglamentos jurídicos internacionales se torna difícil porque responden a diferentes idiomas[37] y a diferentes sistemas jurídicos. Ello permite descubrir rápidamente que ellos, a más de la tolerancia política necesaria para coincidir en ciertos puntos de vista y concebir soluciones de compromiso, no representan una obra pulida tanto idiomática como científicamente. Por lo demás, en esos compromisos y aun sin ellos, el imaginario de los problemas pensados por quien legisla es siempre limitado y, por tanto, deficiente su formulación. Tal fracaso, en todo caso parcial, es particularmente importante en materia penal, por la necesidad de que sus reglas definan claramente el alcance del poder penal que conceden, no sólo para acceder a sus limitaciones (nulla poena sine lege praevia - nulla coactio sine lege), sino, antes bien, para dar a conocer a todos, incluso a los posibles delincuentes, el alcance de sus disposiciones.

VII. Con todo, parece demostrado que la única vía para evitar la impunidad  de los crímenes atroces, cuando a ello se oponen las barreras nacionales, la mayoría de las veces inclinadas a impedir la averiguación, enjuiciamiento y sanción de estos crímenes, total o parcialmente, por múltiples razones internas, es, precisamente, la superación de esa barrera, esto es, la vigencia extraterritorial del Derecho penal y la competencia extraterritorial de los  tribunales y órganos de persecución penal, parámetros no determinados, o no determinados solamente, por el punto de conexión del territorio en el cual esos crímenes han sido cometidos. Tal determinación implica que la vía elegida, con sus críticas intra y extrasistemáticas, aparece como la única posible para hacer valer, por fuera de todo argumento político de coyuntura y aun por fuera de todo plebiscito social, ciertos valores básicos sobre los cuales se erige la convivencia pacífica y la legitimidad del ejercicio del poder político.

Empero, resulta necesario advertir acerca de que el remedio hallado para la enfermedad de la "impunidad" engendra en sí mismo riesgos relativos a enfermedades ya conocidas por el sistema, que no atienden al carácter excepcional de la intervención, característica que prevalece en el desarrollo actual, sino que responden, nuevamente, al ejercicio del poder, ahora a nivel internacional, y que no resultan dominables, pese a ser conocidas, por aquéllos cuya loable intención es crear, en ese ámbito, un Derecho penal de mínima intervención.

Finalizo con una invocación: ¡ojalá el remedio no sea peor que la enfermedad, como a veces suele suceder!

   
        inicio
   

 


[1] Ver entre los precedentes, en especial, el Art. 6, c, de la Carta que presidió los Tribunales de Nürenberg, 1945, pero el concepto ya había sido utilizado en 1915 para calificar la masacre de armenios por el gobierno turco, y reconoce precedentes del siglo XIX: la declaración de San Petersburgo, 1868, para la limitación del uso de explosivos, y de la Convención de La Haya de 1899.

 [2] Comisión de Derecho Internacional de la O.N.U., Art. 19, 2, año 1976, que separa los delitos internacionales, que lesionan a uno o a varios Estados y son de menor gravedad, de los crímenes internacionales, que afectan al conjunto de la comunidad internacional y son de mayor gravedad. Sin embargo, el proyecto no se refiere sino a la responsabilidad de los Estados, como sujetos clásicos del Derecho Internacional, y no va dirigido a establecer la responsabilidad de personas individuales, sentido este último que aquí nos interesa y novedoso para el Derecho Internacional.

[3] Cf. el libro editado por Bassiouni, Cherif, Commentaries on the International Law Comission’s 1991, Draft of Crimes against the peace and security of mankind, Ed. Éres (Association Internationale de Droit Pénal – Nouvelles Études Pénales), Toulouse, 1993, código cuyo contenido difiere del adoptado por la International Law Comission en su 48ª sesión del 6 de mayo-26 de julio de 1996, que se ciñe más a su cometido y, por tanto, es de menor alcance.

 [4] Ello reconoce como antecedente internacional un proyecto para crear una Sala penal en la Corte Internacional de Justicia, debido a la Asociación Internacional de Derecho Penal, París, 1928. Recientemente, sin embargo, en la Conferencia internacional (O.N.U.) nº 183/9, 17/7/1998, realizada en Roma, se suscribió la convención universal (Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional) que crea una Corte Penal Internacional permanente, establece su competencia, describe los delitos abarcados por esa competencia y sus condiciones de perseguibilidad, y le concede sus reglas de procedimiento; aunque la Convención todavía no rige, pues no se ha depositado el número de ratificaciones, aprobaciones, aceptaciones o adhesiones necesarias para ello (Art. 126), el Tratado ya es parte del Derecho internacional. Cf. con detalles sobre sus antecedentes y suscripción, Rebagliati, Orlando R., La Corte penal internacional, en "Revista Jurídica de Buenos Aires", Facultad de Derecho y C.S., Universidad de Buenos Aires, 1998, I-II, ps. 27 y siguientes. 

 [5] Descripción sometida, incluso, a una nueva decisión, calificada (2/3 de los miembros), de la Asamblea de los Estados Partes (Art. 9), que el mismo Estatuto crea (Art. 112).

 [6] Arts. 6, y 8.

 [7] En el tiempo, el primero de los nombrados precede al segundo, pero el problema que representa el crimen de agresión no sólo en su definición, sino también en la determinación del derecho de instar la jurisdicción de la Corte, parece demorar la decisión sobre ambos proyectos. Es notable el traslado del centro de atención al proyecto procesal, en razón de los acontecimientos internacionales que obligaron al Comité de Seguridad de la O.N.U. a crear tribunales internacionales y reglas de actuación ad hoc para los casos de la ex Yugoslavia y Ruanda, criticados con argumentos jurídicos análogos a los utilizados en los casos de Nürenberg y Tokio, a pesar de que el tiempo que dista de unos a otros y los propósitos limitados de la creación actual tornen injusto, en cierta manera, utilizar los mismos argumentos críticos.

 [8] Sin embargo, parece haber sido condición esencial para la aprobación del Tratado la exclusión de la definición de los elementos del crimen de agresión, que no se define y se plantea como tarea pendiente de los órganos de la Convención (Art. 5, nº 2), conforme a sus disposiciones pertinentes (Arts. 121 y 123, especialmente, la Asamblea) y con la salvedad de que tal regulación debe ser compatible con la Carta de las Naciones Unidas; por lo demás, se comprende dentro de este propósito de reglamentación futura y "suspensión" de la competencia del tribunal creado, la regulación de las condiciones que surten la competencia del tribunal. No hace falta ser demasiado perspicaz para intuir de qué se habla: la intervención del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como órgano que determinará la perseguibilidad del crimen, consejo en el cual cinco países poseen el derecho de vetar la resolución, que no podrá ser así ejecutada. Por estas razones, la inclusión del delito de agresión ha sido caracterizada como "simbólica": cf. Guariglia, Fabricio, Creación de la Corte Penal Internacional: algunos aspectos del Estatuto de Roma, en "Revista Jurídica de Buenos Aires", cit., p. 42.

 [9] Mayores detalles en Rebagliati (nota al pie nº 4) y Guariglia (nota al pie nº 8), citados.

 [10] Una crítica inicial, pero muy mesurada, en Guariglia, cit. nota al pie nº 8.

 [11]  Sobre la mera inclusión simbólica de la agresión, cf. aquello que ya dijimos en el texto y, en especial, en la nota al pie nº 8.

     En cuanto a los demás crímenes, la descripción de las conductas que los consuman se ajusta, en general, a las normas internacionales ya vigentes (cf. el incipiente trabajo de Guariglia, cit. nota al pie nº 8, IV, ps. 32 y ss., y el Estatuto, Art. 21, nº 1, letra b, y nº 3). No es propósito de este trabajo la exégesis, ni la creación de una dogmática relativa al Derecho penal contenido en el tratado, pero no existe duda acerca de que esa tarea deberá comenzar y no resulta demasiado sencilla, dadas las reglas de interpretación que fija el Art. 21 (ver, en especial, nº 1, letra c). 

 [12] Se trata de una cláusula abierta, sólo limitada en los Arts. 5, nº 1 ("La competencia de la Corte se limitará a los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto.") y 9, nº 3 ("Los elementos del crimen y sus enmiendas serán compatibles con lo dispuesto en el presente Estatuto."), reglas que, sin embargo, distan de establecer por sí mismas un numerus clausus de conductas medianamente preciso. Se impone, a mi juicio, una interpretación restrictiva, limitativa, que impida agregar conductas prohibidas o mandadas que, según el Derecho internacional, no representen a los crímenes mencionados y a sus descripciones normativas.

 [13] Y, con ello, de la competencia penal: forum delicti comissi.

 [14] Llamado carácter complementario de la jurisdicción de la Corte, por el Estatuto: cf. Guariglia, cit. nota al pie nº 8, IV, 2, p. 35.

 [15] Nótese que las reglas al respecto están redactadas como condiciones de admisibilidad de la competencia de la Corte, para su decisión al respecto; en consecuencia, la subsidiariedad de la jurisdicción de la Corte, respecto de la de los estados nacionales, se regula por la vía de la excepción: ... salvo que ...

    El principio reconoce también conexiones con la cláusula de garantía ne bis in idem, a manera de excepciones a su funcionamiento: ... a menos que ...

 [16] A pesar de que la regla se expresa en el sentido de una suspensión temporal, el hecho de que la petición pueda ser renovada sin límite la trasforma en un veto para la jurisdicción de la Corte, una especie de instancia al revés, de no perseguibilidad, que inhibe, según el caso, la averiguación o el juzgamiento del crimen; en definitiva, es una condición de la punibilidad universal, el hecho de que el Consejo de Seguridad no haya expresado su desacuerdo con el procedimiento.

 [17] Sobre el particular, cf. Ambos, Kai, Impunidad y Derecho penal internacional, 2ª. ed., Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1999.

 [18] La calificación del Derecho penal como Derecho público es dudosa (cf. Ross, Alf, Sobre el Derecho y la justicia, Eudeba, Buenos Aires, 2ª ed., 1970, ps. 200 y ss., y mi Derecho procesal penal, 2ª ed., Ed. del Puerto, 1999, ps. 97 y ss.), precisamente por aquello que, a continuación, se precisa en el texto.

[19] Diferentes escuelas y puntos de vista político-jurídicos intentan reducir el ámbito de actuación del Derecho penal y de su institución característica, la pena: así los abolicionistas, quienes, en general, proponen dejar de lado las normas penales como sistema de control social, para lo cual, curiosamente, establecen un universo de observación físico y político totalmente opuesto al expresado en el texto, correspondiente a un universo globalizado (cf., por ej., Hulsman, Louk y Bernat de Celis, Jaqueline, Sistema penal y seguridad ciudadana: hacia una alternativa, Ed. Ariel, Barcelona, 1984; Christie, Nils, Los límites del dolor, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1984, en especial, ps. 125 y ss.; y, del mismo autor, Los conflictos como pertenencia, en AA.VV., De los delitos y de las víctimas, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1992, ps. 157 y ss.); también quienes pregonan la existencia de un Derecho penal mínimo observan horrorizados el fenómeno de la "inflación penal" , propia de nuestro tiempo en los estados nacionales (cf., por ej., Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, Trotta, Madrid, 1995, en especial, ps. 103 y ss.); y hasta quienes proponen soluciones distintas a la pena, sobre todo a la privación de libertad, para los conflictos sociales que pretenden ser solucionados con ella, como, por ej., incluir la reparación del daño (individual y social provocado por el delito) como forma de evitar el castigo o, al menos, de aminorarlo (la llamada tercera vía del Derecho penal, al lado de la pena y de las medidas de seguridad y corrección; cf. Roxin, Claus, Strafrecht - Allgemeiner Teil, Ed. Beck, München, 1992, p. 47, y, del mismo autor, La reparación en el sistema de los fines de la pena, en De los delitos y de las víctimas, supra cit., ps. 129 y siguientes.

 [20] A raíz del llamado "caso Pinochet", pero también del caso relativo al gobierno militar argentino de 1976/83 y sus ataques contra derechos humanos básicos.

 [21] Sobre ello, aquí sólo mencionado, cf. Jescheck, Hans-Heinrich, Lehrbuch des Strafrechts, 4ª ed., Ed. Duncker & Humblot, Berlin, 1988, § 18, ps. 143 y siguientes, con extensa bibliografía. En el Derecho argentino, Fierro, Guillermo J., Artículos 1º a 4º, en AA.VV., Código penal y normas complementarias. Análisis doctrinario y jurisprudencial, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1997, ps. 1 y ss., en especial, ps. 14 y ss., y del mismo autor, La ley penal y el derecho internacional, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1976.

 [22] Y hasta tolera cierta extensión "personal" o "funcional", "por delitos cometidos en el extranjero por agentes o empleados de autoridades argentinas en desempeño de su cargo" (CP, art. 1, inc. 2º).

 [23] Las combinaciones son múltiples: comienzo de la ejecución en un país y actos consumativos en el otro; tentativa acabada en un país y sólo lesión o puesta en peligro del bien jurídico en el otro; incluso actos preparatorios punibles en un país y actos ejecutivos en el otro. Piénsese en un caso que me tocó atender profesionalmente: libelo calumnioso escrito en Buenos Aires, que fue enviado por correo para su publicación en un país extranjero, publicación que luego fue difundida nuevamente en el territorio de la República Argentina.

 [24] Hoy § 5, con muchas limitaciones referentes a la conducta delictiva concreta y  su calificación jurídica, y § 7. Una derivación de estos principios resulta el reconocimiento de la residencia o del domicilio para atribuir vigencia o competencia (CP alemán [StGB], § 5, nros. 8 y 9).

 [25] Ver § 6, CP alemán (StGB).

[26] Cf. Guariglia, Fabricio, cit. nota al pie nº 8, p.44; por lo menos estaban contenidos antes el principio de la personalidad o nacionalidad pasiva y el del Estado aprehensor.

 [27] Cf. Gettel, Raimond G., Historia de las ideas políticas, Ed. Labor, Barcelona, 1930, t. I, ps. 216 y siguientes.   

[28] Cf. Baratta, Alessandro, Viejas y nuevas estrategias de la legitimación del Derecho penal, en "Poder y Control", Ed. PPU, Barcelona, 1986, nº 0, ps. 77 y ss.; la misma explicación, más extensa y más dedicada a la trasformación del poder desde la organización social primitiva, en Foucault, Michel, La verdad y las formas jurídicas, Ed. Gedisa, México, 1988, 3ª conferencia, ps. 63 y siguientes.

    Es precisamente por este desarrollo, que todos reconocemos como partida de nacimiento del Derecho penal al pequeño libro del marqués de Beccaria, De los delitos y las penas.

 [29] Otro de los instrumentos intelectuales fue, en épocas del Papa Inocencio III, la reforma del reglamento acusatorio, que exigía la reacción de algún ciudadano para que otro fuera perseguido judicialmente (per accusatio), para permitir su persecución directa por el poder político central (per inquisitionem); bastó este agregado breve para fundar el poder penal estatal y el regreso al Derecho romano de la última época del Imperio, conservado en el Derecho canónico de la época. No es extraño a este desarrollo el cambio total de paradigma en el procedimiento y en la organización judicial: de un procedimiento que consistía en un enfrentamiento entre vecinos, público y por medios tanto carentes de violencia física como, en definitiva, en un combate físico, que sólo pretendía el regreso de ambos contendientes a la paz comunitaria (composición), por medio de acuerdos, o la expulsión de uno de ellos de esa paz y comunidad, en el cual los conciudadanos sólo arbitraban la guerra conforme a reglas, a una organización judicial burocrática, vertical y dependiente del poder (justicia de gabinete) —que perdura aún hasta nuestros días—, con un procedimiento resumido en una encuesta (inquisitio), pretendidamente objetiva con el fin de hallar la verdad —otro de los conceptos implicado por la pena estatal y el Derecho penal—, cumplida por un funcionario (inquisitor), por delegación del poder del soberano, poder que ese funcionario devolvía al soberano para su control por intermedio del sistema de recursos y de distintos tribunales en línea jerárquica, que conocían en muchos casos aun de oficio. La recurribilidad de las resoluciones y no sólo por el afectado, sino también sin queja, ex officio, en busca del exequatur del superior jerárquico, antes desconocida, fue otro de los instrumentos jurídicos empleados en la lucha político-cultural entre la nueva organización social y la antigua. Se debe decir, también, que esta trasformación de aquello que significa la palabra justicia viene precedida por la inequidad del concepto antiguo, ya degenerado, en el que prevalecía el poderoso frente al débil: de allí que la Inquisición, que le opuso la verdad a la fuerza, naciera con el prestigio de una institución libertaria.

 [30] Cf. Guariglia, cit. nota la pie nº 8, p. 44.

 [31] Quizás habría que agregar directamente aquí a la sustracción de niños del seno de su familia originaria, consumada a escala o conforme a un plan preconcebido, casi siempre unida a la desaparición o asesinato de sus padres, para ser entregados a una familia sustituta, que oculta el origen familiar de esos niños. Esta es una realidad trágica y actual que nosotros padecemos cotidianamente.

 [32] Cf., sobre este mismo tema, Schiffrin, Leopoldo M., Pro jure mundi, en "Revista Jurídica de Buenos Aires", Facultad de Derecho y C.S. (U.B.A.), Buenos Aires, 1998, t. I y II, ps. 19 y siguientes. Algunos párrafos del Preámbulo del Estatuto de Roma, 4º y 5º en especial, conducen también a esta afirmación.

 [33] Éste es, precisamente, uno de los ejemplos académicos acerca del escaso valor de la prevención especial, ya que los autores de crímenes atroces desde el poder se comportan generalmente como ciudadanos respetuosos de las normas, cuando pierden ese poder.

 [34] Hoy se habla, en los derechos penales estatales, de una verdadera inflación penal: cf., por ejemplo, Ferrajoli, Luigi, Diritto e raggione, Ed. Laterza, Roma-Bari, (2ª ed.) 1990, 43.5, ps. 741 y siguientes.

[35] Las proposiciones exceden el marco de este trabajo.

 [36] Conviene tener en cuenta la historia de la Policía institucionalizada, con función básica en el sistema penal: ella sufrió, sólo a partir del Estado de Derecho y del sistema penal que le fue inherente, una ampliación geométrica (cf. Maier, Julio, Nacimiento y desarrollo de la policía institucional, en "Nueva Doctrina Penal", Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1996/A, 1, I, ps. 58 y siguientes).

 [37]  Inclusive en un mismo idioma los significados de palabras idénticas no se superponen en las distintas regiones en las cuales se lo habla o se lo escribe, aun desde el punto de vista jurídico, y se utiliza a diversas palabras o voces para indicar un mismo concepto.

   
        inicio
 

 

 

         

Cursos, Seminarios - Información Gral - Investigación - Libros y Artículos - Doctrina Gral - Bibliografía - Jurisprudencia  - MisceláneaCurriculum - Lecciones de Derecho Penal - Buscador

principal