Texto - Pena de muerte

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 por Marco Antonio Terragni

   
       
    # Introducción.    
         
   

La pena de muerte ha desaparecido de la legislación común argentina. ¿Se justifica ocuparse de ella?. La respuesta es afirmativa pues debe manifestarse permanentemente el rechazo hacia forma tan bárbara de castigar. Eso porque nunca faltan quienes auspician su restablecimiento, y porque la sanción se mantiene en muchos países, lo que alienta las ansias de sus partidarios vernáculos.

Sería muy fácil reducir la cuestión al orden de los sentimientos y decir que los espíritus generosos se niegan a admitir que pueda matarse a un hombre invocando la Justicia, mientras que otros, con distinto temperamento, auspician una decisión semejante. Sería igualmente sencillo remitir el asunto al campo de la filosofía y dejar que cada uno fije su posición a la luz de sus concepciones profundas. Pero todo ello no significa una indagación que sea aprovechable, en forma directa, a los efectos jurídicos. Es en este terreno en el que deben plantearse los interrogantes referidos a esta pena, y a tal exigencia trataré de ajustarme.

   
     

 

   
    # Evolución.    
         
    Desde sus orígenes el hombre mató para castigar. Como lo sigue haciendo, es de suponer que constituye la expresión de una forma de ser propia, que lo impulsa a destruir a sus semejantes. La comprobación de la constancia en matar no impide la verificación de una tendencia, en lo que refiere a la extensión de la pena y a la manera de propinarla.    
     

 

   
    # Extensión de la pena.    
         
   

Paulatinamente se fue restringiendo el número de hechos que dieron lugar a semejante condena. Para tomar como ejemplo un país, a principios del siglo XIX la legislación criminal inglesa, llamada con razón el "código sangriento" preveía la pena de muerte para unos 220 0 230 delitos y crímenes, tales como el robo de nabos, el hecho de asociarse con gitanos, los daños causados a peces en estanques, el envío de cartas con amenazas, o el hecho de ser encontrado armado o disfrazado en un bosque. Arthur Koestler, quien suministra la referencia, dice que las mismas autoridades judiciales no conocían exactamente el número de faltas castigadas con la pena de muerte. Si eso era así hace menos de doscientos años, es fácil imaginar la situación precedente en que las acciones más triviales como besar en ciertas circunstancias, y sin su consentimiento a un dama, podía ser castigado en España con la muerte. Lo mismo que la comisión de un tercer hurto. De paso conviene recordar que para evitar la crueldad que significaba la aplicación rígida de la ley en este último supuesto, se concibió la teoría del delito continuado, formulada primitivamente por Farinaccio. Es claro que la irracionalidad no se limitaba a prodigar la muerte a los hombres, sino que también se sometía a jucio y castigaba, a los animales. Se creía que los dañinos estaban poseídos por el demonio, y que por ello el juicio se seguía en realidad contra el diablo latente en el animal. También influía en la decisión de someterlos la creencia de que en las bestias había personas encarnadas. En el mismo orden de ideas se concedió la calidad de testigos a los animales domésticos, como perros y gatos, en casos como los de robo nocturno con fractura. El dueño de la casa en que se había cometido el delito comparecía ante el tribunal acompañado, a falta de testigos humanos, de su perro, gato o gallo. Al advertir la presencia del presunto reo, soltaba a los animales y el caso se fallaba según el comportamiento de éstos. Para quien cause extrañeza la referencia, hay que recuordar que en 1988, a raíz de que un niño perdió un brazo atacado por un oso en un zoológico de la Provincia de Buenos Aires, no faltaron quienes pidieron que se castigue al oso, matándolo. La similitud de reacciones espontáneas, con muchos siglos de distancia, no hace más que confirmar que los comportamientos primarios no ha cambiado. Si hubo una evolución, las conquistas se deben al raciocinio que se van imponiendo a las tendencias atávicas.

La tendencia condujo al estrechamiento del número de casos castigados con la muerte, aunque el empeño demandó largo tiempo. Así en Francia la Ordenanza de 1670 preveía la pena capital para 115 crímenes, mientras que el Codigo Penal de 179l los redujo a 32. Sin embargo, factores circunstanciales motivaron en algunos casos una nueva ampliación de su ámbito. En la propia Inglaterra la pena capital estaba siendo circunscripta a casos particularmente graves, pero la Revolución Industrial creó una masa urbana que vivía en extrema pobreza. Fue entonces que la minoría procuró proteger sus riquezas multiplicando los patíbulos. Hasta que se comprobó que las leyes injustas son inaplicables, volviéndose nuevamente a comprimir el ámbito, de manera que en 186l sólo cuatro crímenes quedaron conminados con la horca: asesinato, traición, incendio voluntario en los docks y piratería.

El estrechamiento se dio también en nuestras tierras. En el período previo a la organización nacional, la pena de muerte caía sobre el autor de un variado número de delitos. Por ejemplo, el robo calificado o robo simple por más de 100 pesos (Bando del 4 de octubre de 18ll que declara la vigencia de las leyes 3 y 5, tít. 14, lib. 12 de la Novísima Recopilación). O el duelo, conforme al decreto del 30 de diciembre de 1814. Las provincias en ese período castigaban de idéntica forma los hechos más graves, como lo demuestra el decreto del Gobierno de Buenos Aires, del 5 de enero de 1830 sobre abuso de armas delito que, cuando derivaba en homicidio, se castigaba con el fusilamiento. Me refiero a los hechos comunes; para los políticos la muerte se prodigaba, como lo saben todos quienes conocen la historia argentina.

 

La Constitución de 1853 marcó un paso trascendental en el camino hacia la reducción de los alcances de la pena de muerte, al impedir su aplicación por causas políticas. El antecedente inmediato fue el decreto firmado por urquiza el 7 de agosto de 1852, que suprimió la muerte por delitos políticos. No solamente significó el intento por superar una práctica infame, sino que marcó el rumbo de una política abolicionista que hoy, esperemos que para siempre, se ha impuesto.

 

A partir de la vigencia de la Constitución la primera ley nacional que incluyó la pena fue la número 49 de 1863. Conminaba a los autores o cabezas principales de traición y funcionarios públicos de un orden superior, o jefes del ejército o de la guardia nacional que la hubiesen apoyado o sostenido; también se aplicaba en algunos casos de piratería. Esta ley mantuvo su vigencia hasta la sanción del Código Penal de 1921; entretanto se iba operando el proceso que llevó a la sanción de ese texto.

 

El Proyecto Tejedor, que fue ley en la mayoría de las provincias en virtud de los dispuesto por el art. 108 de la Constitución, mencionaba la pena capital en su catálogo de sanciones. Pero muchas normas restrictivas significaron un adelanto para la época, y fueron dando luz a la tendencia abolicionista. Así, no se podía aplicar a las mujeres, para quienes se la sustituye por penitenciaría por tiempo indeterminado. En otros países no había similares pruritos aunque en Inglaterra en 1923 la ejecución de Mrs. Thompson fue una carnicería tan repugnante que el verdugo intentó suicidarse poco tiempo después; a su vez el capellán de la prisión declaró que "el deseo que él había experimentado de salvarla, si era necesario por la fuerza, había sido insoportable".

En España la ley 11, tít. 51, Partida 7 decía que en caso de que la condena recayese sobre una mujer embarazada, la ejecución tenía que suspenderse hasta que se produjese el parto. Quien la hiciese matar antes sería a su vez castigado como homicida, "pues el hijo no ha de sufrir pena por el yerro de su padre; con mucha mayor razón no deberá sufrirla por el de la madre el hijo que tenga en su vientre, aunque se hubiese hecho preñar para evitar el castigo".

El Proyecto Tejedor tampoco permitía aplicar la pena capital a menores de entre 14 y 18 años, para quienes la sustituía por penitenciaría de 10 a 15 años. En Inglaterra, en cambio, los niños entre los 7 y los 14 años podían ser ahorcados. El criterio era que, aunque pudiera parecer cruel, había que hacerlo porque el ejemplo serviría para impedir que otros niños cometieran crímenes semejantes. Así en 1880 un niño fue condenado a muerte por haber falsificado unas cuentas en la oficina de correo de Chelmsford. El juez explicó con estas frases las razones por las cuales había rehusado la conmutación de la pena: "Todas las circunstancias de esta estafa demuestran, por parte del culpable, una destreza e inventiva muy por encima de su edad. Por ese motivo rechacé la demanda de su defensor y no le acordé sobreseimiento en razón de su tierna edad, estando convencido de que él sabía perfectamente lo que hacía. Sin embargo, no es nada más que un niño, entre diez y once años, que aún lleva el babero, o más bien lo que vuestra nodriza, querido amigo, llamaría un delantal. A fin de calmar los sentimientos del tribunal, donde cada uno expresa su horror de ver ahorcar a un niño tan pequeño, después de haber expuesto la necesidad del castigo y el inmenso peligro que habría en el mundo si se admitiera que un niño pueda cometer impunemente un crimen semejante, sabiendo lo que hacía, dejé entender que todavía estaba en poder de la Corona su intervención en cada caso puesto bajo su clemencia".

La cuestión de ejecutar a alguien muy joven siempre está sobre el tapete. Según informaciones de agencias periodísticas publicadas en nuestro país a fines de enero de 1989 y originadas en Chicago, el caso de Paula Cooper, quien a los 15 años asesinó a una anciana para robarle, fue el centro de una polémica en la que incluso intervino Juan Pablo II. La joven, que entonces tenía 19 años y estudiaba para obtener un título universitario, esperaba el momento de ser ejecutada en una prisión de Indiana. En el momento del asesinato las leyes de ese Estado permitían la aplicación de la pena capital a personas de hasta 10 años, pero en 1987 el Estado modificó sus normas de manera que no se puede ejecutar a nadie que no haya tenido por los menos 16 años cuando cometió el delito. La cuestión es que la modificación no se aplica allí retroactivamente y por ende carece de valor en el caso de la joven negra. La lucha de la defensa, no obstante, consistía en utilizar el argumento del cambio legislativo para demostrar que la sociedad no admite más el suplicio para un caso semejante. A raíz del interés que el caso despertó se informó también que 282 personas fueron ejecutadas en los Estados Unidos desde 1642 por crímenes cometidos antes de los 18 años, lo que constituye una pequeña proporción de los 16.000 ajusticiados en la historia de Norteamérica. La diferencia con nuestro país es notable, pues aquí no es punible el menor que no hubiese cumplido 16 años. No se lo juzga capaz de culpabilidad y consecuentemente sólo se adoptan medidas de seguridad.

Volviendo al Proyecto Tejedor: si bien la comparación con los ordenamientos de su época lo favorece, existe en esa propuesta algo que llama la atención. Y es que en caso de que fuesen muchos los imputados sólo a uno se lo podía ejecutar por el hecho. La determinación se haría por sorteo y los demás sufrirían presidio por tiempo indeterminado, debiendo presenciar la ejecución. Esta mezcla de la aritmética con la suerte demuestra la irracionalidad que siempre campeó en torno de la pena de muerte. Camus cuenta que en determinada oportunidad pidió el indulto de seis tunecinos condenados a muerte por el asesinato, en un motín, de tres gendarmes franceses: "Las circunstancias en que se produjo ese asesinato hacía más difícil la división de las responsabilidades . Una nota de la presidencia de la República me hizo saber que mi súplica interesaba al organismo calificado. Desgraciadamente, cuando se me envió esa nota, hacía dos semanas que había leído la ejecución de la sentencia. Tres de los condenados habían sido ejecutados, los otros tres indultados. Las razones de indultar a unos antes que a otros no estaban determinadas. Pero seguramente había que proceder a tres ejecuciones capitales allí donde había habido tres víctimas".

Había otro motivo en el Código Tejedor que impedía la aplicación de la pena de muerte y estaba referido a la duración de la causa: si era de dos años o más se la sustituía por presidio o penitenciaría por tiempo indeterminado. En distintos ordenamientos la duración excesiva de una causa penal, cuando no se debe a articulaciones maliciosas de la defensa, obra en favor del reo. Se compensa de esa forma una demora no imputable al reo y el sufrimiento inherente a la incertidumbre acerca del resultado final de la causa. Cuando la posibilidad es la condena a muerte ese padecimiento puede llegar a ser insoportable..

El Proyecto Tejedor no tuvo aprobación en el orden nacional, pero en el mantenimiento de la pena capital se enrolaron los demás proyectos y también el primer Código Penal de la República Argentina. El Proyecto de Villegas, Ugarriza y García decía, sin embargo, que no podía aplicarse a las mujeres, a los menores de 18 años, a los mayores de 70 años y un número de condenados mayor que los homicidios consumados. "En este caso la sentencia establecerá quiénes deben ser ejecutados".

El Código de 1886 consignó las restricciones y en la parte especial estableció que no se podía aplicar en el caso de que hubiese circunstancias atenuantes, considerando tal no sólo la duración del juicio sino el haber corrido la mitad del tiempo necesario para la prescripción del delito. Esas limitaciones se complementaban con las leyes de forma. El Código de Procedimientos de la Capital establecía que no podía imponerse sino la unanimidad de votos del tribunal íntegro que conociese de la causa en última instancia siempre que su fallo fuese revocatorio del de 1a instancia. La unanimidad no se requería cuando el fallo del tribunal fuese confirmatorio y hubiese un solo voto disidente.

Todas estas prevenciones demostraban el acierto del impulsor del Código de 1921, Rodolfo Moreno (h.), cuando afirmó sin ambages: "Entre nosotros la pena de muerte contraría sin duda el sentimiento nacional". Cuando llegó el momento de fundamentar por qué su proyecto era abolisionista dijo que ese punto "tiene mas carácter doctrinario que práctico, puesto que en el hecho las ejecuciones capitales se encuentran fuera de nuestro sistema represivo".

Pero no todos pensaban como él, y si bien la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de Moreno el Senado lo rechazó en este punto, tomando en cuenta la intervención del senador Leopoldo Melo quien en la sesión del 27 de agosto de 1921 entre otras cosas dijo: "Recordaré, solamente, que las naciones que se señalan por su cultura tienen la pena de muerte incorporada a su legislación. Así la vemos en el Código Penal alemán vigente y en el proyecto de nuevo código; existe en Inglaterra y en la mayoría de los estados de la Unión Americana. De manera que nosotros no colocaremos nuestra ley en un pie de inferioridad, comparada con las otras de las naciones más adelantadas, sino que al sancionar la pena de muerte concordaríamos nuestra legislación con las de esas naciones que acabo de nombrar". El argumento es muy débil, como se puede ver, pero su propuesta se aceptó sin discusión. La Cámara de Diputados insistió en su sanción y cuando el Senado mantuvo su posición, la iniciadora obtuvo los votos necesarios para que en definitiva la pena de muerte quedase borrada del Código.

No voy a seguir todos los avatares de la legislación posterior al respecto. Solamente recordaré los episodios de junio de 1970, cuando el país se hallaba conmovido a raíz del secuestro del teniente general Pedro Eugenio Aramburu. En momentos en que no se conocía la suerte final de la víctima el entonces presidente de la República teniente general Juan Carlos Onganía dispuso reimplantar la pena de muerte. El artículo 1o de la ley 18701 establecía: "La pena será de muerte si con motivo u ocasión del hecho resultare la muerte o lesiones gravísimas para alguna persona". Para dejar a salvo el principio de legalidad y como en el momento de la sanción de la ley no se sabía si los secuestradores tenían con vida aún a Aramburu, el artículo 6o establecía: "La muerte o las lesiones previstas en el artículo 1o, ocurridas con posterioridad a la fecha de vigencia de esta ley serán reprimidas con la pena que ella establece, aunque la privación ilegal de la libertad hubiera comenzado a cometerse con anterioridad a dicha fecha.

Abolida el 29 de diciembre de 1972 fue reimplantada en 1976 cuando los militares tomaron otra vez el poder. Simultáneamente se designó una comisión integrada por Sebastián Soler, Eduardo Aguirre Obarrio, Luis Cabral y Luis María Rizzi con la misión de proyectar un nuevo Código Penal. El trabajo fue presentado el 6 de noviembre de 1979 y en la nota de elevación se consigna que la única discrepancia se planteó en torno de la pena de muerte. La mayoría justificó la implantación en las circunstancias precedentes, calificando de guerra lo que había ocurrido en el país, y concluyó: "Afortunadamente, esa rebelión ha sido vencida en el plano en que podía y debía serlo, y a juicio de esta Comisión, no hay motivo para que no se mantenga una tradición legislativa que se considera legítima" (refiriéndose a la adscripción del país a la corriente abolicionista). El miembro en disidencia, Dr. Luis Cabral propugnó la muerte como pena alternativa en ciertos casos de homicidios agravados. Decía que la índole de ellos "exige poner al alcance del juez la posibilidad apuntada, pues todos ellos revelan una falta de sentimientos y un desprecio tal por la vida humana que pueden tornar imperativa en ciertos casos por razones de estricta justicia la retribución del mal causado con sufrimiento de naturaleza equivalente". Decía además que la pena proporcionada a la magnitud de la culpabilidad "consolida la confianza en la fuerza del derecho al par que apuntala el efectivo imperio de las instituciones". Más adelante agregaba: "No se trata, desde ya, de satisfacer bajos impulsos de venganza sino de dar cumplimiento cabal al viejo y elemental precepto conforme con el cual la justicia requiere que cada uno reciba lo suyo. Por esta razón no puede ser motivo de escándalo ni objeto del reproche por falta de humanidad la aplicación de la pena de muerte a quien asesina a sangre fría, premeditada y alevosa para lograr así los objetivos que persigue; muy en particular, cuando se hace del asesinato un medio deliberadamente destinado a lograr la disolución del orden social".

 

Se encuentra en estos párrafos un resumen de la posición tradicional, favorable a la pena, al que se agrega un ingrediente político vernáculo referido a la época en que tal opinión se vertió.

 

Para terminar con esta reseña de la evolución legislativa recordaré que la ley 23077 eliminó la pena de muerte, y que quedó vedada su reimplantación, pues la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) no permite restablecer la pena de muerte en los Estados que la han abolido.

 

Así culmina el proceso en nuestro medio, esperemos que definitivamente.

    5- Inicio
     

 

   
    # Formas de ejecutarla.     5- Inicio
         
   

En cuanto a cómo hacerla efectiva también se pueden identificar modos. Ellos se relacionan con la función atribuida a la pena de muerte y a su eficacia, de acuerdo a las concepciones de las distintas épocas.

 

El espectro abarca desde aquellos métodos que procuran dilatar el deceso, de manera que no llegase sino al cabo de los sufrimientos más atroces, hasta conseguir una muerte rápida. Pasa también por épocas en las cuales había diferencias según fuese la persona del condenado y hasta arribar a una ejecución igualitaria.

 

Inglaterra usa la horca. Como método es eficaz, sin duda, aunque no deja de haber contratiempos. Al respecto se recuerda la leyenda de Smith "el ahorcado a medias", a quien le cortaron la cuerda quince minutos después de comenzada la ejecución; y no obstante sobrevivió. Hubo situaciones enojosas en las cuales el verdugo tuvo que colgarse de las piernas de quien pendía de la horca, como manera de poner fin a la tarea y dar cumplimiento a la sentencia, resistida por un cuello tan contumaz.

 

Francia utiliza la guillotina. La Revolución llevó la aspiración de igualdad de sus ciudadanos hasta el instante final, inventándose el famoso aparato cuyo empleo propugnó el Dr. José Ignacio Guillotin. Antes había deguello, horca, rueda y hoguera. Los jueces elegían en relación al crimen cometido y a la persona del criminal. Guillotin protestó contra ese estado de cosas y el 9 de octubre de 1789 propuso ante la Asamblea nacional reformas al procedimiento inspiradas en el principio de que los mismos delitos serían castigados con idéntica clase de suplicio, cualquiera fuese el rango y el estado del culpable. Hubo largas discusiones. Se tuvo presente el informe del Dr. Louis sobre la forma de decapitar teniendo en cuenta la estructura del cuello, en el que la columna vertebral es el centro, compuesta de muchos huesos, de manera que no se puede encontrar ninguna juntura. Por eso, decía Louis, no es posible confiarla a un agente susceptible de variar de destreza por causas morales y físicas. Era necesario llegar a un medio mecánico invariable, determinando la fuerza y el efecto. Así se llegó al primer empleo de la guillotina el 25 de abril de 1792, funcionando eficazmente desde entonces.

 

Según el cálculo del Dr. Guillotin el condenado no tenía por qué sentir nada; en todo caso "una ligera frescura en la nuca". Aunque también la rapidez de la muerte así propinada está en cuestión. Un informe de miembros de la Academia de Medicina de Francia sobre los guillotinados da detalles del terrible espectáculo: La sangre brota de los vasos al ritmo de las carótidas cortadas, luego se coagula. Los músculos se contraen, y sus movimientos causan estupefacción... La boca se crispa en ciertos momentos en una mueca terrible. Es verdad que sobre esa cabeza decapitada los ojos están inmóviles con las pupilas dilatadas, no miran, felizmente, y si no están turbios, ni muestran ningún reflejo opalino, tampoco tienen movimientos; su transparencia es viviente, pero su fijeza es mortal. Todo esto puede durar unos minutos, hasta horas... la muerte no es inmediata... cada elemento vital sobrevive a la decapitación. No queda para el médico más que la impresión de una horrible experiencia, de una vivisección criminal, seguida de un entierro prematuro.

 

Por la misma época y durante la primera mitad del siglo pasado, en España se usaban la hora, el garrote y el arcabuceo; la horca para los plebeyos, el garrote para los nobles y el arcabuceo para los militares. Por real cédula del 28 de abril de 1832 se abolió la horca, dejándose el garrote. Creía Fernando VII que la innovación era un gesto humanitario, como que sus argumentos fueron: "Deseando conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital, y que el suplicio en que los reos expían sus delitos no les irrogue infamia cuando por ellos no la mereciesen, he querido señalar con este beneficio la grata memoria del cumpleaños de la reina mi muy amada esposa; y vengo a abolir para siempre en todos mis dominios la pena de muerte en horca; mandando que en adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas de estado llano; en garrote vil la que castigue los delitos infamantes sin distinción de clase, y que subsista según las leyes vigentes el garrote noble para los que correspondan a la de hijosdalgo".

Con respecto a nuestro país los modos de aplicar la pena fueron variados. Hubo ejecuciones a "lanza y cuchillo", vedadas luego por el texto constitucional de 1853/60; también hubo degüellos, pero con la paulatina evolución de las costumbres se impuso el fusilamiento. Según el Proyecto Tejedor el condenado debía ser conducido al lugar del suplicio con su traje ordinario, acompañado del juez en lo criminal, del escribano y de la fuerza nmilitar necesaria. Los precedía el pregonero que leía en voz alta la sentencia. El acto era presidido por el juez hasta su fin, labrando el escribano el acta; la ejecución debía ser pública y tenía lugar al día siguiente de la notificación de la sentencia irrevocable, por lo que no podía notificarse en domingo ni en día de fiesta religiosa o nacional. Se disponía la entrega del cadáver a los parientes si lo pedían, pero con la obligación de enterrarlo sin pompa; de lo contrario sufrirían prisión de un mes a un año.

Durante la vigencia del Código Penal de la Nación sancionado en 1886 las provincias tenían reglamentado el procedimiento. En la de Santa Fe, inmediatamente de quedar firme el fallo el juez debía mandar cumplimentar lo resuelto, señalando la hora y sitio en que debía tener lugar la ejecución. Inmediatamente de notificado al reo se lo constituía en capilla. Mientras estuviese así se le debía facilitar lo necesario para otorgar testamento y se le prestarían todos los auxilios que pidiere, permitiéndosele también la visita de familiares y amigos. También estaba prevista la asistencia de un sacerdote o ministro de su religión. Como se puede apreciar, todos los ritos que por tradición acompañaron al trágico pronunciamiento, eran respetados.

Nuestro país ha vivido épocas de un horror muy superior al proveniente de las ejecuciones legales, pero de éstas apenas hay referencias que, al ritmo vertiginoso de los acontecimientos ya parecen remotas.

El 1º de febrero de 1931 fue fusilado el anarquista Severino Di Giovanni, conforme a la setencia que le dictara el Consejo de Guerra Especial. Las crónicas de la época rescatan los últimos momentos de su vida: Arrastrando sus grillos se sentó en el banquillo. Tras rechazar la venda dejó caer el hilo con que hasta entonces sostuviera los grillos. A la distancia reglamentaria se colocó el piquete de ocho hombres en fila de cuatro, la primera de las cuales echó rodilla a tierra. A una señal del suboficial, la descarga fue simultánea.

Sacudido contra el respaldo de la silla por el golpeteo de las balas, Di Giovanni cayó hacia su izquierda y como saltara en pedazos el respaldo al que se le había atado, se desplomó en el césped. El pistoletazo del suboficial epilogó el asunto. Se había cumplido con la ley.

La crueldad se disimula con métodos que matan sin derramar sangre. Así la silla eléctrica, la cámara de gas y, finalmente, la inyección letal. En Africa un método de ejecución consistía en enterrar al condenado de modo que su cabeza quedase junto a la boca de un hormiguero de termitas que lo devoraban. En Estados Unidos se emplea la silla eléctrica. ¿El cambio es significativo?. No. La objeción es a la muerte misma que constituye siempre una pena cruel. En 1972 la Suprema Corte de los Estados Unidos resolvió que la pena de muerte, tal como se la impuso en el caso juzgado es inconstitucional, por violar la octava enmienda que repudia toda forma de condena cruel o insólita. Ese fallo abrió grandes esperanzas, pero de inmediato se dio de ver lo limitado de sus alcances. Es que el problema no radica en la imposición en sí ni en la forma de ejecución, sino en la muerte, que es lo único que finalmente interesa.

   
     

 

   
    # Justificación de la pena.    
          5- Inicio
   

Los argumentos en favor o en contra de la pena de muerte se repiten desde antiguo, por lo que sólo cabe hacer una enumeración, algunas observaciones y agregar un criterio personal en apoyo de las expresiones de repudio.

.l. Argumentos a favor: Es bastante difícil hacer un análisis pormenorizado, pues quienes la defienden se apoyan en primer lugar en la existencia inmemorial de la pena de muerte. En Inglaterra, por ejemplo, la tradición tiene gran fuerza, y allí la horca forma parte de las tradiciones británicas, que son prácticamente inalterables. Allí, y en todas partes adonde existe la pena de muerte, se cree que ella es temida por los malhechores y que la supresión aumentaría la audacia de ellos. Por otra parte hay quienes sostienen que se trata de una pena justa, que compensa adecuadamente la culpabilidad, conforme la antes anotada opinión del Dr. Luis Cabral. Y desde la óptica de la defensa de la sociedad se arguye que esta pena es necesaria, máxime cuando "ninguna otra cosa puede hacerse con malvados incorregibles". Garófalo sostuvo la tesis que a los grandes criminales desprovistos de sentido moral y por lo tanto de sentimientos de piedad, hay que eliminarlos en absoluto de la sociedad. El poder social no puede permitir que continúe una sola probabilidad de reincidencia, por difícil que sea. Para algunos malhechores las leyes penales no pueden tener sino un efecto preventivo muy limitado; su objeto principal debe ser la eliminación".

2. Argumentos en contra: Algunos refutan directamente las opiniones anteriores. Otros profundizan aspectos distintos y unos nuevos pueden esbozarse a partir de concepciones jurídicas actuales.

2.1. El derecho natural: La justificación pretendida acudiendo al derecho natural de quitar la vida al agresor, derecho que se transmitiría de la víctima a la sociedad tuvo en su época seguidores. Empero lo endeble del razonamiento se advierte sin dificultad; es cierto que la legítima defensa tiene una base anterior a cualquier convención humana, pero para que sea realmente legítima la reacción se deben cumplir requisitos que no concurren cuando de la muerte, como pena, se trata. Así la defensa obedece a un estado de necesidad sin cuya superación el bien jurídico correría un peligro grave. Supone asimismo una agresión actual o inminente, no un ataque pasado, como ocurre con el castigo de un delito, que constituye un hecho pretérito.

Sobre el punto ya a fines del siglo XVIII Romagnosi enseñaba que la destrucción de un hombre es siempre un mal, y que este mal no puede ser necesario ni oportuno para reparar el pasado del homicidio, como le parecía muy evidente. Vinculaba el tema a la intangibilidad de la vida humana, con estas palabras: "De aquí que el delito ya consumado no puede, por sí solo, privar a su autor del derecho de ser inviolable. Por lo mismo, en virtud del pasado, el homicida tiene pleno derecho a la vida".

La cuestión temporal tiene otra faceta: el hecho de que la muerte se propine luego de serena reflexión inherente a un procedimiento legal, hace que muchas veces sea más cruel ese homicidio oficial que el propio delito que pretende castigar. Efectivamente, los homicidios calificados por premeditación (también hay alevosía en la ejecución legal) no son muy frecuentes. El delito violento generalmente se produce en el curso de una pelea o como consecuencia del estallido de una crisis emocional. Al revés: el condenado a muerte ve su propia desaparición programada con exactitud: día, hora, lugar y modo. Al mismo tiempo sabe que carecerá en absoluto de la posibilidad de defender su vida en el instante en que le sea arrebatada.

Esa sensación de impotencia ante el inexorable destino constituye de por sí un martirio pero al de la misma agresión física. Si es cierto que la muerte legal puede ser proporcionada sin dolor y rápidamente mediante el uso de medios modernos, el dolor físico será infinitamente menor a la agresión psíquica: saber que ello inexorablemente acontecerá y que el condenado ya no cuenta como persona. En la jerga de los verdugos quien va a ser ajusticiado puede ser nombrado de diversas maneras; a veces se lo nombra como "el paquete" y no es del todo desacertado tratarlo así, pues ha dejado de tener personalidad para transformarse en una cosa, destinada a desaparecer a plazo fijo. Para el verdugo solo vale en la medida de las muchas o pocas dificultades físicas que supone esa eliminación.

2.2. La relación del castigo con la falta de cometida: Hay crímenes atroces respecto de los cuales gran parte de la comunidad estima que sólo pueden compensarse adecuadamente con la muerte del autor. Este simple enunciado hace ver que se trata de una actualización del talión. Se trata de una reacción emocional, de una manifestación del deseo de venganza; no constituye la culminación de un razonamiento. Pasa desapercibido que no puede existir igualdad matemática entre la infracción de la ley y el castigo que esa contravención merece. Suponerlo constituye por sí un absurdo: con ese criterio el que violó debería ser violado, el que injurió injuriado y así sucesivamente. Pero ya demostró Carrara que la relación seda no en los hechos sino al nivel de los efectos respectivos que producen el delito y la pena en el individuo y en el cuerpo social.

Además el delito produce la afección de bienes jurídicos y la pena también. Sin embargo ésta no puede ser tal que prive de la vida al autor del hecho, pues en ese caso ya no se trataría de la afección de un bien jurídico sino de la desparación de lo que constituye el soporte de todos ellos. No por nada la vida es sinónimo de existencia. La propia vida del autor es un bien jurídico de él siempre y cuando exista. En el momento en que se corta el hilo vital desaparece el titular; de manera que el matar no puede ser una pena, porque no recae sobre el bien jurídico cuyo goce corresponde al condenado. El matarlo lo aniquila, y en el momento en que lo hace ya no puede afectarlo. Perjudica en realidad a terceros: a los familiares del ejecutado o a quienes están unidos a él por lazos de afecto.

En la larguísima historia de la pena de muerte no creo que se haya dado el caso de propugnar, por ejemplo, la descerebración del condenado. Con las técnicas quirúrgicas actuales sería relativamente fácil reducir a un hombre a la vida vegetativa. Parece una crueldad peor que la de dar directamente la muerte. Pero tal forma de proceder se compaginaría perfectamente con los argumentos de quienes sotienen la conveniencia de la pena capital. En ese caso se le quitarían directamente los atributos de la existencia como persona, que fueron los que dieron origen al crimen cometido, y además sería una sanción ejemplar pues el condenado deambularía por el mundo exhibiendo su triste situación.

Pero resulta bastante obvio que despojado alguien de toda capacidad de raciocinio no le quedarán sensaciones que le hagan concebir interés por algo. De manera que no tendrá valores que proteger. Sólo por una ficción se lo podrá tener como titular de bienes jurídicos, cuyo ejercicio corresponderá al tercero que lo represente.

Una pena que quita existencia al titular de los bienes jurídicos que deben ser afectados por la sanción no es un instrumento legalmente admisible. El derecho es fruto de la razón y surge por la necesidad de evitar el uso de la fuerza en las relaciones humanas, Matar significa emplear sólo la violencia, ignorando el derecho.

 

La única forma de argumentar jurídicamente en torno del mecanismo de sanción relacionado con la muerte, es pensando que la pena no está en quitar la vida (porque, como dije antes, producida la muerte no queda nada) sino el sufrimiento que supone el saber el condenado que va a morir. Pero si la intención fuese esa, habría que limitar a ello el tormento y no matar. Quizás no sea aventurado pensar que sería suficiente, como lo demuestran las secuelas psíquicas que producen en las víctimas los simulacros de fusilamiento.

Ningún hecho criminal, de cualquier naturaleza que fuese, puede dar lugar a la aplicación de la pena de muerte. Incluso es dable sostener que en un derecho fundado en el conocimiento del Hombre y protector de sus intereses, ella no es pena (entendiendo por tal a la sanción jurídica). La reforma de la Constitución Nacional que en su momento se encare debería decir "Queda suprimida para siempre la pena de muerte", para evitar las interpretaciones contrapuestas que siempre se producen cuando los textos dan lugar a ella, a dudas. A esta altura conviene hacer una reflexión acerca de lo expresado por Zaffaroni en su Tratado, quien juzga que la muerte no es una pena y la llamada "pena de muerte" está proscripta de nuestra legislación positiva en función de los dispuesto por el art. 18 del texto constitucional; entre otras cosas porque es un tormento. Siendo este su pensamiento, resulta contradictorio, o por lo menos poco claro, que admita la muerte "en el ámbito jurídico/militar en tiempo de guerra", considerando la posibilidad de que se trate de "un supuesto de inculpabilidad regulado legalmente". Una fórmula legal que permita matar impunemente so pretexto de castigo, no puede tener fundamento en la Constitución, a la luz de lo expuesto precedentemente, sea cual fuese la vía por la que se procure esa impunidad. Las causales de inculpabilidad tienen que referirse a un hecho antijurídico, mientras que en el supuesto que nos ocupa el matar no lo es, al admitirlo la ley militar.

Siempre dentro del análisis de la relación entre la magnitud de la falta y la del castigo, hay que hacerse cargo de un argumento tradicional. Se dice que hay ocasiones en que el agravio es tan grave que implica la ruptura de la trama social. En estos casos se justificaría según algunos, dar muerte al agresor. Beccaría dijo que la pena de muerte no es un derecho, sino la guerra de la nación con un ciudadano, porque juzga necesaria o útil la destrucción de un ser. Admite la necesidad de la muerte" "cuando aún privado de libertad tenga todavía tales relaciones y tal poder, que interese a la seguridad de la nación; cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno establecida". Y también "cuando su muerte fuese el verdadero y único freno para disuadir a los demás de cometer delitos". Estas excepciones han servido para que los fascistas utilizaran el nombre de Beccaría en favor de sus siniestras teorías.

Ni siquiera en esos casos puede justificarse la muerte. Cuando el delito ha puesto en peligro la propia existencia de la Nación, el mismo hecho del juzgamiento y condena del agresor indica qwue tal posibilidad ha sido conjurada, de manera que no puede invocarse la legítima defensa, que requiere una agresión inminente o en curso; no puede remitirse a un hecho pasado.

 

Si la propia existencia del autor significa un riesgo, tampoco se lo puede matar, lo que constituiría una solución irracional e inhumana, impropia de un pueblo civilizado. No es infrecuente escuchar a personas a quienes consideramos serias, hacer invocaciones sobre la necesidad de matar a los que juzgan peligrosos para la sociedad. Y lo peor es que teniendo poder lo harían, sin pensar que es suficiente un cambio en la relación de fuerzas para que de victimarios pasen a ser víctimas. Con semejantes apelaciones a la violencia no se construye un sistema jurídico que pueda merecer el nombre de tal; o a lo sumo se podría dictar un conjunto de normas que asegurasen el mantenimiento del poder. Es lo que ocurre con los regímenes totalitarios, preocupados por su propia seguridad y no por los derechos humanos de sus súbditos.

En cuanto a que la muerte serviría como "verdadero y único freno para disuadir a los demás de cometer delitos", es el argumento eterno de los apologistas de la pena capital, constantemente desmentido por la realidad.

2.3. La prevención general: Siempre que aparece la violencia la reacción procura contrarrestarla con la aplicación de una fuerza superior de signo contrario, de manera que produzca efectos en el agresor y que al mismo tiempo intimide a los demás, de maneras que se abstengan, por temor, de incurrir en una conducta semejante. Se piensa que si alguien mata y es colgado, los que tengan la intención de asesinar imaginarán a sí mismos pendientes de la horca.

Tal manera de razonar supone desconocimientos de la psicología humana, ignorancia no admisible a ciertos niveles de instrucción y de experiencia.

En una alta proporción, los hechos que caen bajo las disposiciones de la ley penal se producen sin que sus autores tengan presente, en el momento de ejecutarlos, que eventualmente serán castigados. Principalmente ello ocurre cuando se descarga repentinamente la pasión o la furia. Sin duda que además del carácter habrá motivaciones exógenas que confluyan; pero no obrará como freno la amenaza que supone el sistema penal. En otros casos, aunque el que se propone delinquir tenga en cuenta el riesgo que corre, es probable que especule con la posibilidad de no ser descubierto. Realiza así un cálculo en el cual la pena obra efectivamente como factor disuasorio. Otra posibilidad, no infrecuente, es que el sujeto menosprecie su vida de tal manera que no le importe perderla en la patíbulo. Esa tendencia hacia la autodestrucción explica el suicidio y con mayor razón la ineficacia de la pena de muerte como advertencia. Ni hablar de la delincuencia político/social en cuyo ámbito la posibilidad de caer luchando o por las balas del pelotón de fusilamiento, puede ser un objetivo anhelado que dé más vigor a la lucha revolucionaria.

Que la pena de muerte no es útil a los fines de la prevención general lo han demostrado suficientemente las estadísticas de todos los países en los cuales la implantación o la supresión no ha influído en el índice de criminalidad. La ineficacia se conoce desde antiguo. Cuando en la Edad Media se levantaba el patíbulo para ejecutar a un ladrón, y el espectáculo gratuito atraía a cientos de espectadores llegados desde lugares distantes, otros ladrones aprovechaban la confusión para hurtar las bolsas de los distraídos.

Pese a todo no se puede negar que causa gran impresión la existencia de la pena de muerte y que la mayoría de la población la tiene en cuenta, allí donde rige. Pero más impacto provoca la existencia de un sistema penal eficaz, gracias al cual la mayor proporción de los hechos delictivos son aclarados y condenados sus autores a penas que el simple sentido común considera adecuadas. Y si los crímenes son graves aparece en la mente colectiva más abrumadora la perspectiva de la prisión perpetua que la misma muerte.

2.4. La irreparabilidad del error judicial: Esta consecuencia derivada del mismo carácter de la pena constituye el argumento decisivo de los abolicionistas. Podrá decirse que la posibilidad de error son mínimas y que el error puede surgir en cualquier acción humana. Que también las molestias de un proceso e incluso un encarcelamiento prolongado injusto no se pueden reparar, aunque haya formas de compensarlas. Pero ejecutar a un inocente es una acción final. El descubrimiento posterior de su inocencia será una carga muy pesada en la conciencia de la sociedad que permitió tamaña equivocación. A veces circunstancias fortuitas influyen para que la decisión de aplazar el ajusticiamiento no llegue a tiempo. El 15 de marzo de 1975 fue ejecutado un asesino en california. A las 11 y 18 aspiró las primeras bocanadas en la cámara de gas, y a las 11 y 20 el secretario de la Comisión de Indultos llamó por teléfono para anunciar que había un cambio en el dictamen y que se debía conceder la gracia. Una serie de problemas de comunicación impidieron conocer a tiempo la noticia y cuando se retiró al reo de la cámara era demasiado tarde. Cualquier otra pena hubiese permitido materializar el cambio de criterio; la de muerte no dejó ninguna posibilidad.

   
     

 

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2.5. La individualización de la pena: Otro obstáculo que no pueden superar los partidarios de la pena de muerte es la evidencia, por demás obvia, de que ese castigo no es susceptible de graduación. El avance de la ciencia penal se ha asentado, entre otras cosas, en la necesidad de individualizar la pena. Por eso la mayoría de ellas son flexibles y se adecuan teniendo en cuenta el hecho cometido y la persona del autor. La muerte es una no obstante las variaciones infinitivas de sucesos y la personalidad irrepetible de sus autores. De manera que ni puede conformar las aspiraciones de la comunidad que quiere que se trate de la misma manera hechos idénticos, ni permite conocer si todos los que van a ser colgados presentan idénticas características de agresividad e incorregibilidad.

Justamente que se trate de una pena rígida, y en ciertas legislaciones, no haya otra como alternativa, hace que no se aplique con rigor la ley y se busquen subterfugios para que no se emita el veredicto fatal. La discusión inglesa en torno de las "reglas de M'Naghten" para demostrar el grado de salud mental lo demuestra. En consecuencia, la determinación de quién efectivamente morirá y quién no, adquiere un grado de incertidumbre impropio de una cuestión jurídica al quedar librado en gran medida al azar. Los hombres con sus limitados medios se empecinan en sustituir a Dios en la fijación del destino de sus criaturas. No les importa, en sus vanas elucubraciones, atacar el principio básico de no destruir la obra más sublime de la Creación.

2.6. Incentivo a los instintos sanguinarios: Si es permitido matar, aunque fuese por medio de un procedimiento legal, también es posible hacerlo prescindiendo de formalidades. El sadismo obtiene así un respaldo y da rienda suelta a los bajos impulsos, que siempre están presentes en el hombre. En el pasado se decía que apenas así ensangrientan las costumbres, porque la sangre llama a la sangre". No por nada mientras unos se conduelen por la suerte del ajusticiado y rezan por el descanso de su alma, a otros el espectáculo los excita y aplauden la decisión. Una buena proporción de estos últimos tomarían con gusto el puesto del verdugo para ver qué se experimenta al matar a un hombre. Es obvio que dos sentimientos opuestos disputan las tendencias instintivas del hombre: crueldad/piedad. La falta de piedad, que se manifiesta en no conmoverse ante la muerte de un semejante advierte sobre el predominio del sentimiento contrario y revela en el partidario de la pena de muerte la existencia de un carácter violento. Experimentos se han hecho para determinar las reacciones ante la posibilidad de dar muerte a un semejante. Aquella película francesa "I como Icaro" acercó al gran público una conclusión reveladora: Puesto ante los controles que supuestamente regulaban la intensidad de la corriente eléctrica conectada al cuerpo del presunto sujeto del experimento, el pacífico ciudadano era capaz de matar. La obediencia a la autoridad se demostraba superior a su piedad y a los frenos de su conciencia.

2.7. No cumple con los fines de la pena: En nuestro sistema penal argentino e incluso en el sistema penal mundial que propugna la organización universal a través de los congresos para la prevención del delito y tratamiento del delincuente, uno de los fines principales de la pena es la enmienda del delincuente. Contrariamente a lo que dicen las voces opuestas, no hay delincuentes incorregibles. En todo hombre hay valores que permiten desarrollar el espíritu de convivencia. Renunciar a la posibilidad de enmienda es un fracaso anticipado que inhibe experiencias futuras, pues nadie puede estar seguro de quién es recuperable y quién no lo es. Nadie puede saber si en el curso de un tratamiento penitenciario el sujeto mejorará o empeorará. Y como los comportamientos son imprevisibles, dada la infinitiva variedad de hipótesis de hecho y de estado físico y anímico, destruir a un hombre poniéndole el rótulo "Incorregible" es anular de un plumazo los inmensos esfuerzos de la ciencia correcional.

La defensa de la sociedad, permanentemente invocada, exige que se realice penalmente con el mínimo suficiente y es susceptible de realizarse por medios menos rigurosos que la muerte, medios que están precisamente eun un régimen penitenciario modernamente desenvuelto.

   
     

 

   
   

Dos experiencias: Me propongo recordar brevemente de qué manera repercutió en el espíritu de dos grandes abogados la experiencia vívida de la pena capital. Y he elegido al Sumo Maestro de Pisa, Francisco Carrara, exponente máximo de lo que impropiamente se llamó Escuela Clásica y a Enrique Ferri, adalid indiscutido de la Escuela Positiva. Ambos ejercieron como defensores en causas penales y los dos vivieron las angustias y preocupaciones anexas a tan delicada misión.

El 24 de marzo de 1845 comparecieron ante el tribunal criminal de Luca siete simples ladrones, "cuyas manos no estaban manchadas de otra sangre que no fuera la de las numerosas gallinas robadas por ellos"; sin embargo caían bajo las previsiones de la pena capital. Pese a los esfuerzos de Carrara que sintió de manera casi intolerable la responsabilidad que pesaba sobre él, seis fueron ejecutados. Carrara sufrió un verdadero traumatismo. Carmignani, que había colaborado con la defensa, le escribió desde Pisa una famosa esquela: "Venid a esta ciudad donde no se siente el olor de la sangre humana". Acudió, y se refugió unos días a su lado, reafirmando su voluntad de luchar con toda la fuerza de su talento para la abolición de esa bárbara forma de castigar.

El 17 de agosto de 1889 asistió Ferri a la ejecución de dos asesinos en París y cuenta con riqueza de matices lo que vio y lo que sintió. Vale la pena leer tan vívido relato. Yo me limitaré a transcribir la parte en que vio acercarse al primer reo:

"Con movimientos inconscientes y casi automáticos y la cabeza oscilando, camina sostenido por los ayudantes; al llegar al patio el aire fresco de la mañana parece reanimarlo y puede marchar por sí sólo, arrastrando trabajosamente los pies. A la luz del naciente día está aún más pálido y parece más muerto que vivo".

"Abrióse la puerta. En aquel punto, que fue para mí el más terrible momento, distinguí sólo en brevísimos instantes el cuerpo del condenado tendido sobre la tabla, después el golpe sordo de la cuchilla y un cadáver con las piernas agitadas por terrible convulsión arrojado en cesto y cubierto instantáneamente".

"Un sorbo de alcohol que llevaba conmigo me dio un poco de calma y... ví a Deibler ( el verdugo) enjugando con una esponja la cuchilla antes de levantarla de nuevo sobre la máquina infame".

"Aquella visión fue, entre todas, la que más me repugnó, acumulando en mis vísceras toda la repugnancia por tan brutal y estúpido modo de hacer justicia'".

Termina Ferri expresando su horror, que hago mío y a modo de colofón: "Rompí la fila de agentes, y aturdido y enervado me separé de aquel espectáculo inhumano, que recordaré como el más doloroso sacrificio hecho a mis estudios sobre la más dolorosa forma de las miserias humanas; el delito".

   
           
         
 

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