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  Borges y el escritor que se invento de la nada    
   

“Borges es un es escritor que aún no tiene obra”  Roberto Arlt; 1929.
 
“Cada persona persona que pasa por nuestra vida es única. Siempre deja un poco de sí y se lleva un poco de nosotros. Habrá los que se llevarán mucho pero no habrá de los que no nos dejaron nada. Esta es la prueba evidente de que dos almas no se encuentran por casualidad”. Jorge Luis Borges.

   
         
   

ROBERTO GODOFREDO CHRISTOPHENSEN ARLT (Buenos Aires, 26/4/1900; 26/7/1942) hijo de padre prusiano y de madre de austrohúngara (Trieste), escritor de cuatro novelas, dos libros de cuentos, varias obras de teatro, periodista e “inventor”. Pasó una infancia difícil, algo pobre -aunque no miserable-, con un padre duro y violento (devenido luego en abuelo cariñoso), algunas privaciones, recibió una educación discreta, vivió en muchas casas, en muchas pensiones de muchos barrios de una única ciudad. Su ciudad, Buenos Aires.

Dos matrimonios, dos hijos (el segundo póstumo), muy pocos bienes materiales y una curiosidad inaudita para hablar de lo que no se habla y hacer noticia de todo ello en sus célebres “Aguafuertes” del Diario El Mundo.

Alguna vez se definió como una persona susceptible, desconfiada, de humor cambiante, a veces injusto, egoísta, vanidoso, sin convicciones ni ideales, de notable fe en sí mismo, resistente al fracaso y a la desilusión (Libro Plano Americano; Leila Guerriero; La vida breve)

A pesar de haber tenido escaso, por no decir nulo, reconocimiento en la altísima cultura literaria que en aquellos años se respiraba en la magnífica Buenos Aires, su mayor virtud fue quizás su confianza ciega además de su capacidad de observar las grandezas y miserias de la condición humana. Su nombre empieza a circular con alguna fuerza y cierta influencia a partir de mediados de los 50 convirtiéndose en la actualidad en una referencia ineludible para la literatura argentina.

Ricardo Piglia sentenció que mientras Borges cerró la literatura del Siglo XIX (aquella de José Hernández, Macedonio Fernández; Leopoldo Lugones, Ricardo Guiraldes, Hilario Ascasubi y Domingo Sarmiento) con sus cuentos de cuchilleros y orilleros – que son los hijos de aquellos gauchos -, que era la que él había recibido por herencia familiar, Arlt es el arquetipo del escritor del nuevo siglo, del que nació sin nada, el que no tiene nada, el que se hizo de la nada.

El de la ciudad moderna, el que tiene una nueva mirada sobre las clases populares, alejado de la gauchesca que encarnaron aquellos otros. El que como “Astier” (El Juguete Rabioso) para ingresar a la cultura roba libros de una biblioteca.

Paradójicamente otro escritor de culto gauchesco, Ricardo Guiraldes fue su mentor, quien lo ayudó y elevó con la publicación de dos fragmentos de su primer novela  “El Juguete Rabioso”  en la revisa “Proa” – que en aquél momento dirigían Guiiraldes y… Borges -  nombre que también le debe al padre de “Don Segundo Sombra” ya que originalmente Arlt la bautizó con el de  “La vida puerca”.

Se decía por aquellos años que no sabía escribir, que había alimentado su estilo en los folletines de la época, de malas traducciones de novelas rusas, que tenía faltas de ortografía ya “que sólo cursó hasta tercer grado de la escuela primaria”.

Sin incluir los errores de ortografía y de redacción, le señalé hasta doce palabras de alto voltaje etimológico, mal colocadas, de las cuales no pudo aclarar su significado… Le dije que así como estaba “La vida puerca” no se podía publicar” (Elías Castelnuevo “Memorias”).

Sin embargo años después, Julio Cortázar se refirió a él al hablar del estilo de un escritor – sin que su interlocutor se lo pregunte ni lo mencione en modo alguno - como “el admirable Roberto Arlt quien “fue uno de mis maestros, porque logró conquistar su estilo. Lo que él te está diciendo, lo que él te está contando; pequeñas historias de rufianes, de rateros, de cosas que suceden en prostíbulos, en cafés, en la calle, sólo puede tener un estilo que lo vincule, que lo propulse eficazmente y ese estilo no tienen nada que ver con el de Enrique Larreta o el estilo de cualquiera de los escritores que miran hacia la academia” (Julio Cortázar en diálogo con el periodista Joaquín Soler Serrano; Madrid, 1976), aquellos que pertenecían a la escuela que ya comenzaba a liderar Jorge Luis Borges.

Sus palabras serán pedradas, su estilo será cortante, la gramática maltratada … Con este escritor sucio y su juguete rabioso, ingresa a la literatura argentina un conquistador, o sea alguien que hará que cada lector vea su propio rostro en el espejo que el escritor viene a extenderle ante sus ojos. Pero como es muy difícil que veamos lo que desconocemos, y en 1927 están en la etapas de las costumbres, el campo y lo típico y la literatura bien escrita; o sea, con un ojo en el presente y otro en el pasado, Roberto Arlt es un señor extrínseco, fuera de la realidad. De ahí su “A ver cuando se pone a escribir en serio maestro” dirigido a un Guiraldes, hombre bien engarzado en su tiempo y no como Arlt en conflictuosa relación con él…. Concibe modos de mirar, considerar y reaccionar que corresponden a un futuro pre-visto por él….Ya vive nuestra situación anticipadamente” (Mirta Arlt en prólogo de El Juguete Rabioso; año 1969).

Con Borges se conocieron y trataron muy poco. Quizás porque no tenían nada en común. O sí; su misma edad, su pasión por la literatura, una madre devota de ellos y sus escasísimas necesidades materiales.

Jorge Luis Borges:- Lo que yo recuerdo de aquellos años de mil novecientos veintitantos a 1930 es que había una pasión que ahora ha desaparecido: la pasión literaria y la pasión metafísica. Ahora lo único que parece interesar a la gente es la pasión política y la política partidaria. Y hay otro hecho: entonces nadie pensaba en el éxito.

Manuel Mujica Lainez:- Es muy cierto.

Borges:- Nosotros pensábamos mal de Arturo Cancela, que era muy buen escritor, porque sabíamos que se vendían sus libros y él le aseguró a mi padre que eso era una calumnia propalada por sus enemigos. Se pensaba que si un escritor vendía, no podía ser bueno y actualmente, no sólo se piensa en el éxito, sino que hasta se organiza. Hay eso que se llama promoción. Recuerdo un año que se vendieron treinta y siete ejemplares de un librejo mío. Historia de la eternidad; se lo conté a mi madre y ella me dijo: "Es imposible". Le mostré la factura y me creyó. En aquellos años lo conocí a Gerchunoff. Él me preguntó si yo escribía y, como le contesté afirmativamente, me pidió que le llevara algo a la nación; yo le dije: "Mire, no creo que lo que escribo merezca ser publicado". Todo esto lo cuento para significar que había pasión literaria, que no tenía nada que ver con el hecho de que los libros se vendieran o no, o de que el autor fuera conocido o desconocido. Hoy parece que la gente está más interesada en su carrera o en su destino personal como escritor. Posiblemente yo exagere; nunca he tenido muchos amigos, aun ahora me trato con media docena de personas, no más, y evito, cuidadosamente, las comidas literarias. Pertenezco a la Academia Argentina de Letras y no voy nunca, pertenezco al Pen Club y no voy, me borré de la Sociedad Argentina de Escritores (JLB en diálogo con M E Vázquez y Manuel Mujica Lainez. Buenos Aires, año 1975).

 Mientras Borges provenía de una familia de antepasados héroes de la independencia por parte de su madre e ingleses vinculados con el mundo de la alta cultura literaria por parte del padre, Arlt era hijo de inmigrantes, padre desertor del ejército prusiano y madre devota de la astrología - una anomalía por aquel entonces – y la religión.

De joven Borges en charla íntima con Adolfo Bioy Casares, lo maltrató diciendo “Era muy ingenuo, se dejaba ganar por cualquier plan para ganar mucha plata, a condición de que hubiera en él algo deshonesto. Era un malevo desagradable, extraordinariamente inculto… de voz tosca y extranjera… En Crítica estuvo dos días y lo echaron porque no servía para nada. Sólo en el (diario) El Mundo supieron aprovecharlo. Le encargaban cualquier cosa y después daban las páginas a otros para que las reescribiera” (Borges; Destino 2006 de Adolfo Bioy Casares).

Públicamente lo ignoraba “Lugones, Martínez Estrada, Capdevilla son los primeros escritores de la república. Nadie ha pretendido que el rasgo de ser santafecino el segundo y cordobeses los descalificara para ese puesto. Evaristo Carriego, entrerriano sigue siendo el poeta tutelar de las orillas de Buenos Aires. El fantasma glorioso de Florencio Sánchez preside nuestro teatro, así como Bartolomé Hidalgo nuestra poesía gauchesca. No hay otro poeta de las cosas criollas que goce del nombre meritísimo de Fernán Silva Valdés, de la otra banda. Borrajeo estas notas en Adrogué, sin libros de consulta; el curioso lector puede interrogar los eruditos índices de la Historia de la Literatura Argentina del eminente santiagueño Ricardo Rojas y acumular ejemplos adicionales. Por lo pronto, Sarmiento, Alberdi, el dean Funes, Juan Crisóstomo Lafinur, Hilario Ascasubi, Gervasio Méndez, Olegario Andrade, Marcos Sastre, Fernández Espiro… Nuestra literatura gaucha – acaso el género más original de éste continente – siempre se elaboró en Buenos Aires… todos sus cultores fueron porteños, desde Estanislao del Campo a Eduardo Gutierrez, desde el autor del Gaucho Martín Fierro al de Don Segundo. Entiendo que esa unanimidad no es casual…” (JLBorges Ensayo “Los Escritores Argentinos y Buenos Aires”, publicado en la Revista El Hogar; ref “Textos Cautivos, Ensayos y Reseñas en El Hogar”, Rodriguez Monegal y Sacerio Gari; año 1986). El texto data del año 1937 en épocas en que Borges conocía muy bien a Roberto Arlt quien ya había escrito gran parte de la obra a la que luego debería su fama.

Eso era muy común en Borges. Tenía con Arlt una relación muy contradictoria. El sabía quienes eran “los escritores de su tiempo”, el buscaba ocupar esos lugares y por eso maltrató a Macedonio Fernández (el escritor de novelas que son todos prólogos), maltrató a Oliverio Girondo (el Poeta contemporáneo – que además se quedó con su amada Nora Lange -), maltrató a Horario Quiroga (el cuentista por excelencia) y maltrató a Roberto Arlt (el escritor popular) quien alguna vez le dijo “que no tenía tiempo de estudiar el lunfardo porque se había criado entre malandras”. (Ricardo Piglia en “Borges por Piglia” en la TV Pública; septiembre de 2013).

 Ya en su madurez, cuando Borges – según su confesión - ya “sabe quien es” parece volver sobre sus pasos. Comienza a citarlo “El grupo de Florida fue una invención de Ernesto Palacio y Roberto Mariani. No hubo ni grupo Florida ni grupo Boedo. Eso se hizo porque se pensaba que convenía que en Buenos Aires hubiera vida literaria a la manera de París, que hubiera cenáculos. A mí me hablaron de los dos grupos y yo dije que prefería ser de Boedo, pero los organizadores me dijeron que ya me habían puesto en el de Florida. Total, no tenía importancia porque era una broma. Hubo escritores, como Arlt y Olivari, que pertenecían a los dos” (JLB en diálogo con Manuel Mujica Lainez y María Esther Vázquez en el año 1975).

Antes de ello, en el año 1972, Borges en su libro “El Informe de Brodie” deja de lado la metafísica, el tiempo, la eternidad, los laberintos, el ajedrez, lo relojes de arena, los tigres y los sueños para dedicarse a la ética y al destino de un hombre.

Allí publica el cuento “El Indigno” que resulta un homenaje a – y también una inspiración recibida de -  la novela “El Juguete Rabioso” de R Arlt que se evidencia no sólo en la trama, sino en la referencia vedada a uno de los personajes; un comisario al que da el nombre de “Alt”. El primero en notarlo es el escritor Ricardo Piglia en su novela “Respiración Artificial” suscripto luego por Abelardo Castillo y confirmado años después por Mirta Arlt (hija del escritor).

El rasgo en común entre la novela y el cuento es la traiciónHay momentos en nuestra vida en que tenemos la necesidad de ser canallas, de ensuciarnos hasta adentro, de hacer alguna infamia, yo que sé….de destrozar para siempre la vida de un hombre y después de hecho eso podremos volver a caminar tranquilos” (R Arlt).

Roberto Arlt, un hijo de la nada, venido de ninguna parte, creador de una obra nueva, única, brutal (Leila Guerriero, Libro “Plano Americano”), que dejó huella también, en el “Gran escritor argentino”.

 

 

Gervasio Caviglione Fraga

17 de junio de 2015,

 

El indigno Jorge Luis Borges

 

 

La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a determinada altura de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el dueño, había fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello. Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor. –Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe, ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales. No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los baldíos. Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado en Chile y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo oye nombrar. El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad: –Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene? –De San Cristóbal –dijo el otro. –Mi consejo –insinuó Ferrari– es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato. El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el otro, pero sabía que ahí estaba la barra. Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre andaba de negro. Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía; nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros: –Déjenlas pasar. Carne vieja. Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con el provocador y le dijo: –Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien? Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían. Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo: –Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche. Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció: –Un caballero que hace respetar a las damas. Mi madre, para sacarme del apuro, observó: –Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros. No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad. No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local. Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos siete. Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me dijeron, después, que había sufrido una condena. Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados. Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada cual se sentía (y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o carrero o acaso matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo. Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras cosas. En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una jactancia. Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la comisaría; con Ferrari no se metieron. A los quince días la escena se repitió; esta segunda vez arrearon con Ferrari también, que tenía una daga en el cinto. Acaso había perdido el favor del caudillo de la parroquia. Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios. La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras dura el arrepentimiento dura la culpa. El viejo, que había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo estarían tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de Weidemann, cuya tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo me encargaron, sin más explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien en las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja. Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban directamente a las piezas. Confieso que tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe, que otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la barra faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos; Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en la calle los dos, le pregunté a Ferrari: –¿Usted me tiene fe? –Sí –me contestó–. Sé que te portarás como un hombre. Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre que iba a ver en el centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que tenía y me fui a la calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el Departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que venía a tratar con él un asunto confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le revelé lo que Ferrari andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de don Eliseo. –¡Ah! –me dijo–. Ése fue de la barra del Oriental. Hizo llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me preguntó, no sin sorna: –¿Vos venís con esta denuncia porque te crees un buen ciudadano? Sentí que no me entendería y le contesté: –Sí, señor. Soy un buen argentino. Me dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me advirtió: –Andá con cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines. Los funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado. Le respondí: –Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme. Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy largas. Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me dejaron solo en una de las puertas del fondo. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial. Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los caballos en un terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden de arresto y que fueron los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira, porque no los vi nunca con revólver. La policía aprovechó la ocasión para cobrarse una vieja deuda. Días después, me dijeron que Ferrari trató de huir, pero que un balazo bastó. Los diarios, por supuesto, lo convirtieron en el héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado. A mí me arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron.

   
         
 

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