por Hugo Borgna y Sandra Cervellini

Hay quienes dicen, teniendo en cuenta que hemos ingresado ya con los dos pies y todo el cuerpo al siglo 21, que lo que implica la palabra “moral” es una cosa superada, que la armonía se apoya ahora en parámetros más flexibles y hasta evocan desdeñosamente el lugar común -tan apreciado antes- “moral y buenas costumbres”, asociando esa expresión a la imagen señorial de principios del siglo 20 de caballeros pulcramente vestidos con traje (y saco cruzado, por supuesto), quienes daban vida y personalidad a elegantes y bien diseñados sombreros –clásicamente, por supuesto- acompañados por señoras erguidas, de largos vestidos con muchos detalles estéticos y kilométricos collares (si alguien se acordó del vals peruano “Amarraditos”, asoció adecuadamente); esos personajes adherían y pregonaban las pautas comprendidas en la multidefinidora expresión “moral y buenas costumbres”.

No todos los hombres son virtuosos ni todos perversos; muchos, entonces, lo eran y otros solo lo aparentaban para disimular pasados y presentes de gris oscuro y más. El enfoque actual de la cuestión es en este momento la valoración de la ética que supone esa postura moral, palabra que deviene de “mores” o costumbres y que destacaban las actitudes favorecedoras de una buena convivencia entre vecinos de una población originando las leyes que ahora la reglamentan.

Moral y buenas costumbres.

Los lectores que objetan la enunciación tienen, en parte, razón: suena antiguo decirlo, porque ahora se acostumbra a definir con otra palabra el modo de vida que antes se denominaba “moral”; se le reclama a las personas la práctica de la ética.

Las dos expresiones tienen parentesco cercano. Es tan buena la actitud moral, como la conducta ética, de modo que el lector que tenga como objetivo principal ser “buena persona” no necesita buscar similitudes ni diferencias. Viva tranquilo, trabaje, sea feliz y haga el bien, con solo eso estará ayudando a una buena relación social y también alguna vez, sin que lo haya premeditado, alguien lo pondrá como ejemplo de vecino y persona.

También ocurre que muchos entienden que la moral es algo envejecido y descartable (más aún, ya desechado) y que lo que cuenta ahora es ser “vivo”, aprovechar (y buscar obstinadamente) las oportunidades, y que un día transcurrido sin haber obtenido una ventaja es una jornada perdida. Entienden que en esa búsqueda el límite que impone la decencia (otra palabra que los irrita) se convierte en un obstáculo que hay que derribar en cuanto aparece, y eso viene a ser para ellos la gran viveza o, si lo quieren decir mejor, la viveza “de fondo”.

Los “superados” generalizan su discurso, alaban de tal manera sus diarios “éxitos” que nadie puede decir en su presencia que esos actos no deben hacerse porque no están bien, o no corresponden o no son legales; es decir que los actos son buenos o malos según quien los concrete.

Obviamente, cada cual tiene el derecho de vivir como mejor le parece, pero siempre aparece, cuando menos se la espera, triunfante, la pauta que separa las cosas buenas de las que no lo son.

Puede suceder que a usted, lector, le ocurra la mala suerte de perder su billetera en un lugar público, como la calle o local de pago de impuestos o el negocio que usted no consigue recordar: cuando eso ocurra, ruegue que la persona que la haya encontrado haya recibido educación con buena base moral -esa cosa para muchos antigua y apolillada- y se la devuelva con todo su contenido intacto.

                                                 Hugo Borgna - Sandra Cervellini