Las palabras de la ley

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    Las palabras de la ley    
   

por Gabriel Páramos

   
   

          Somos capaces de pensar porque tenemos un código. El mismo que nos permite comunicar nuestras ideas e intentar comprender las de los demás. Sin embargo, ese código tiene sus limitaciones. No es un sistema cerrado y perfecto. Es cierto que no puede pensarse sin palabras, pero cuando de lo que se trata es de comunicar lo pensado o de comprender lo que otros piensan y pretenden comunicarnos, la cuestión se puede poner un poco más complicada.

         No causará asombro ninguno a quien haya tenido la oportunidad de asistir a una lectura guiada de alguna obra de filosofía clásica, por ejemplo, yendo y viniendo del original en griego a la traducción al castellano, la peculiar circunstancia de que no todos los términos de una lengua encuentran siempre su correspondencia en las otras, por lo que se recurre con frecuencia a diversas palabras que, por semejanza, permitirían acercarse –según el intérprete–, a la idea que el autor se habría propuesto comunicar a partir de las herramientas lingüísticas que hubiese podido tener a su disposición. De donde se sigue que, a las limitaciones propias de la palabra para transmitir ideas con un código común, se suman las complejidades inherentes a los distintos lenguajes, con sus envíos y devoluciones, en la comparación con los demás.

         Y si el análisis de una sola palabra puede acarrear no pocas dificultades, muchas más –naturalmente– podrán presentarse si nos enfrentamos con estructuras más complejas. Una misma frase puede tener significados bien diferentes, dependiendo del punto de vista de quien la interprete, como tuvo ocasión de comprobar personalmente Creso, soberano del antiguo reino de Lidia, quien, de acuerdo con la leyenda, consultó a la pitonisa pues deseaba saber si era o no el momento apropiado para atacar Persia y recibió, por toda respuesta: “Si cruzas el río Halys (frontera entre Lidia y Persia) destruirás un gran imperio”. Creso ordenó entonces la invasión, convencido de que obtendría la victoria, sin advertir –sino hasta que fue ya muy tarde–, que el imperio que el oráculo le anunció que caería no sería otro que el suyo.

         Con todo, es probable que quien domine el griego antiguo se encuentre en mejores condiciones de acceder al pensamiento de Aristóteles, que quien se aventure a comprenderlo valiéndose de las traducciones, no sólo porque la lengua original contiene palabras que no tienen una traducción literal y unívoca sino, además, porque aun cuando se sortee aquella dificultad, todavía habrá que contar con la interpretación que de las palabras –dentro de las frases que contiene un texto–, hubiese realizado el traductor, cuya subjetividad se habrá fundido inextricablemente en la traducción, con la del autor de la obra original.

         FOUCAULT señala, en “Las palabras y las cosas”, que: “e]l comentario se asemeja indefinidamente a lo que comenta y que nunca puede enunciar; de la misma manera que el saber de la naturaleza encuentra siempre nuevos signos de semejanza  porque ésta no puede ser conocida por sí misma y los signos no pueden ser otra cosa que similitudes. Y así como este juego infinito de la naturaleza encuentra su vínculo, su forma y su limitación en la relación entre microcosmos y macrocosmos, así la tarea infinita del comentario se reafirma por la promesa de un texto efectivamente escrito que la interpretación revelará un día por entero”[1], y citando a MONTAGNE, sentencia: “Hay más que hacer interpretando las interpretaciones que interpretando las cosas; y más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema; lo único que hacemos es entreglosarnos”[2].

         Probablemente eso explique que, a partir de un par de fragmentos de Heráclito, hayan podido escribirse cientos de textos con la pretensión de interpretarlo, de descifrar sus claves, de penetrar su enigmático pensamiento.

         Y si hay un campo del saber donde estas palabras resuenan con gravedad es en el nuestro y, especialmente, en el ámbito del derecho penal.

         El pensamiento humano en general y las ciencias en particular, se expanden sobre la base de ideas y opiniones, investigaciones, comentarios e interpretaciones. Pero en nuestro caso, donde la palabra puede implicar el límite entre lo punible y aquello que no lo es, el lenguaje no podrá ocupar un rol distinto del protagónico.

         FERRAJOLI,  explica: “Para usar una hermosa imagen de Herbert Hart, en todas las leyes existe, junto a un núcleo <<luminoso>>, una zona de <<penumbra>> que cubre los <<casos discutibles>> en los que las palabras de la ley <<no son obviamente aplicables…pero tampoco claramente excluibles>>. La penumbra, sin embargo, puede ser reducida o aumentada hasta la oscuridad más completa. Por eso debemos hablar, a propósito de las hipótesis de delito, de grado de taxatividad y, en consecuencia, de verificabilidad jurídica. La certeza (de la verdad) jurídica, aun cuando sea un mito si se entiende como perfecta <<correspondencia>>, puede ser en realidad mayor o menor según el lenguaje de las leyes sea preciso o vago, denote hechos o exprese valores y esté libre o no de antinomias semánticas”[3]. Y en cuanto a las dificultades que, por ejemplo, la inclusión de términos valorativos en los tipos penales plantea, FERRAJOLI señala que: “Una alternativa todavía más tajante se produce según el lenguaje empleado por el legislador excluya o incluya términos valorativos. Como ejemplo de norma penal que designa un hecho y no también valores se puede indicar el art. 575 del código penal italiano, que define el homicidio como el acto de <<cualquiera que ocasione la muerte de un hombre>>; en el extremo opuesto, como ejemplo de norma penal que expresa un valor y, por tanto, lesiona el principio de estricta legalidad, podemos recordar el art. 529 del mismo código, que define los actos y los objetos obscenos como aquellos que <<según el sentimiento común ofenden el pudor>>. La aplicación de la primera norma supone un juicio de hecho, del tipo <<Ticio ha ocasionado la muerte de un hombre>>; la aplicación de la segunda supone en cambio un juicio de valor del tipo <<Ticio, según el sentimiento común, ha ofendido el pudor>>. El primer juicio, al referirse a un hecho empírico objetivo, es (relativamente) verificable y refutable y es, por tanto, un acto de cognición y propiamente de juris–dicción; el segundo, al referirse a una actitud de desaprobación del sujeto que lo pronuncia, es absolutamente inverificable e irrefutable y es más bien un acto de valoración basado en una opción subjetiva y meramente potestativa”[4].

         Piénsese en ese sentido en el término “vehículos” empleado por nuestro legislador en el artículo 163, inciso 6° del Código Penal, para agravar el hurto cuando fuese de aquellos dejados en la vía pública o en lugares de acceso público y que ha suscitado tantas polémicas. Parte de la doctrina y de la jurisprudencia ha considerado adecuado limitar el vocablo a los automotores, mientras que otro sector estimó más ajustado extenderlo incluso a las bicicletas, que cumplen, es cierto, al igual que los automóviles, la función de desplazar a las personas de un lado a otro, siendo esa utilidad –para quienes sostienen esta última posición– aquello que se habría propuesto proteger el legislador[5].  

         Ocurre algo similar con la expresión “morbosas”  que utiliza el artículo 34, inciso 1° del Código Penal. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española de Letras, la palabra “moroboso” significa hoy tanto como:

1. Enfermo

2. Que causa enfermedad, o concierne a ella.

3. Que provoca reacciones mentales moralmente insanas

o que es resultado de ellas. 

Una novela morbosa.

Su obsesión por la muerte parece morbosa.

4. Que manifiesta inclinación al morbo. 

         Nuestros autores recuerdan que: “…tradicionalmente, la alteración morbosa había sido entendida como mera locura ´intelectual´; en consecuencia, todo enfermo que no era ´alienado´ debía ser considerado imputable, p. ej., los neuróticos, los psicópatas, los posconmocionados de cráneo, los posencefalíticos, la mitad de los epilépticos, los histéricos, los defectuosos esquizofrénicos, los toxicómanos, los alcohólicos ´no patológicos´, los afásicos, los preseniles y otros ´semialienados´. Cabello respondió que la ´tesis alienista´ resolvía la cuestión como un mero ´acto de fe´, y  Soler, que la naturaleza de la alteración psíquica era indiferente, siempre que pudiera afirmarse su carácter patológico. En este sentido, la jurisprudencia ha dicho que: ´La alteración morbosa de las facultades no se agota en lo intelectivo, sino que debe incorporarse la presencia de una conciencia discriminativa entre lo valioso y lo que no lo es, y de una conciencia ética, a través de la cual puede vivenciar los valores y normas sociales e internalizarlos en su personalidad…”[6].    

         La imprecisión, entonces, de un término, estimula la proliferación de las discusiones concernientes a su verdadero sentido, y conspira, además, contra la estabilidad de una determinada interpretación en el tiempo.

         De ejemplos como los anteriores está plagado nuestro Código Penal, que contiene numerosas expresiones que por amplias, vagas, oscuras o ambiguas, no permiten comprender a qué se refieren con exactitud a simple vista y, en consecuencia, obligan a los intérpretes a procurarse el auxilio del espíritu de la ley y de las opiniones doctrinarias y jurisprudenciales, gracias a las cuales, van delineando sus posibles contornos.

         Todas estas reflexiones nos interpelan acerca de las limitaciones del lenguaje y nos recuerdan con qué frecuencia olvidamos que las palabras no son más que aproximaciones y que por eso mismo, reclaman del intérprete de las leyes, la máxima prudencia.


 

[1] FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, una arqueología de las ciencias humanas, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2002, p. 49.

[2] FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas…, op. cit., p. 48.

[3] FERRAJOLI, Luigi, Derecho y razón, Teoría del garantismo penal, Editorial Trotta, Madrid, 2001, p. 122.

[4] FERRAJOLI, Luigi, Derecho y razón…, op. cit., p. 123.

[5] Así lo ha entendido recientemente la Sala 3 de la Cámara Nacional de Casación en lo Criminal y Correccional en el caso “FLORENTÍN”, Reg. 728/2015, rto. el 4/12/2015. No obstante, esta postura ha sido duramente criticada, señalándose que “…penalizar de igual modo la sustracción de un automóvil que de una bicicleta por entender que ambos revisten la categoría de vehículos, llevaría ´al ridículo de incluir en esa categoría a la patineta y aun a los rollers´, ya que poseen en común la calidad de ser ´medios de transporte que se accionan mediante la fuerza del individuo y carecen de motor o fuerza ajena que los propulse´; se llegaría, además, a penas ´totalmente desproporcionadas´ para el injusto, teniendo en cuenta la diversidad de valores de los objetos” (Código Penal de la Nación Comentado y Anotado, Tomo II, Andrés José D´ ALESSIO  –Director–, Mauro A. DIVITO –Coordinador–, La Ley, Buenos Aires, 2009, ps. 587/588).

[6] Código Penal de la Nación Comentado y Anotado, Tomo I, Andrés José D´ ALESSIO  –Director–, Mauro A. DIVITO –Coordinador–, La Ley, Buenos Aires, 2009, p. 367.

 

Fecha de publicación: 26 de diciembre de 2016

   
 

 

 

         

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