Disertación del Dr. Guzmán Dalbora

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    UNA ESPECIAL VERSIÓN DEL AUTORITARISMO PENAL EN SUS RASGOS FUNDAMENTALES: LA “DOCTRINA” DE LA SEGURIDAD CIUDADANA *    
         
   

(Disertación de Apertura del XIV Congreso Lationamericano IV Iberoamericano y II Nacional de Derecho Penal y Criminología, 25 de Septiembre de 2002, en el Salón Plenario del Congreso Nacional de la República, Valparaiso, Chile.)

Por José Luis Guzmán Dalbora **

   
   

 

   
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1. La salvaguardia de los derechos fundamentales ante la Administración de Justicia en lo criminal —tema propuesto como objeto de discusión para esta jornada— presenta la característica de fundir en un presupuesto común la actividad encaminada a ese propósito y los objetos a que se refiere dicha actividad. Con lo que queremos decir que la una y los otros, la función garantizadora y la materia de la tutela, suponen una imagen o idea determinada del hombre al que se aplican las relaciones jurídicas y, en seguida, un concepto del Derecho congruente con ella, idea y concepto que han de servir como inspiración al conjunto de la actividad estatal en lo que a las cuestiones criminales concierne, o sea, a todo el plexo del derecho de castigar en sus diversos momentos y formas de manifestarse, por modo de ponerle frenos, sujetarlo a límites y hacer de la protección de los derechos fundamentales razón de ser y eje del ius puniendi[1]

Ahora bien, el edificio entero del Derecho contemporáneo, no sólo su fracción penal, está basado en el concepto de persona; éste, en la dignidad eminente que conviene al hombre en cuanto sujeto de fines, y ambas, en la noción de comunidad, en la vinculación de individuos que se asocian en pro del cultivo de intereses comunes y, sobre todo, porque sólo en el trato recíproco, en el vivir con y ante otros, el hombre es capaz de percibir su autonomía, superar su capa biológicoemocional y cobrar así —en la conocida frase de Kant— conciencia de la entidad de su substancia como ser pensante a través del cambio de sus estados[2]. El reconocimiento del hombre como un ser racional y de naturaleza ética, de su individualidad sensible, que le torna apto para el conocimiento de los valores, proponerse fines y hacer de éstos orientación y motivo concretos de su vida y su conducta, reposa, pues, en la voluntad de convivir, o lo que es igual, el respeto del signo de lo humano en el diferente, y es la piedra de toque de los ordenamientos de nuestra cultura jurídica, que consagran y protegen esa dignidad como el elemento que acomuna a todos los hombres, más allá de las infinitas condicionalidades empíricas que les rodean en su existencia social. No hay, entre los máximos poderes jurídicos de disposición del individuo, ninguno que deje de hallar su sustento en esa idea —la idea de humanidad, que “proclama y exige el hombre en sí”, según la bella expresión de Max Ernst Mayer[3]—, como tampoco pudiera hablarse en serio de derechos fundamentales, ni serían éstos siquiera concebibles, sin esas dos notas características del Derecho que, precisamente por contenerlas y representarse al hombre a su amparo, los reconoce, esto es, la personalidad y la alteridad.


Que debamos el núcleo generador de tales derechos, con su correspondiente traducción política, al pensamiento del Iluminismo y a su obra legislativa, apenas requiere mención. No es menos noto que la misma centuria que postuló esos derechos en la fórmula sintética de libertad, igualdad y fraternidad, dio también origen al Derecho penal liberal. Las demandas principales de la reforma dieciochesca en este terreno, esto es, la consagración de la legalidad de delitos y penas como axioma, la reducción del catálogo de infracciones, la mitigación de sus consecuencias coactivas y la racionalización del proceso penal[4], así como el ulterior desenvolvimento de tales exigencias en el seno de la llamada Escuela clásica, acaso traicionen el individualismo abstracto que estaba en la base de entrambos movimientos espirituales, pero no desdice la deuda perenne que tienen aún hoy para con ellos los Derechos político y punitivo de la cultura occidental: la concepción liberal de la vida de relación; su forma exterior democrática; el sometimiento de los poderes públicos a un estatuto fijo y general, que rige, ante todo, la propia actuación estatal, y, en fin, coronando la sede donde expuesto queda el hombre a las mayores restricciones en sus bienes jurídicos más importantes, la articulación de un sistema penal respetuoso de la libertad exterior e interna del hombre, y celoso custodio de su seguridad. Tampoco desmiente, sino confirma la mencionada imagen del hombre, el progresivo perfeccionamiento del liberalismo penal en la doctrina y los ordenamientos posteriores, dentro de una corriente incesante que llega hasta nuestros días. Pues una visión individualista del Derecho, y del penal en particular, lleva por sus pasos contados a tomar en consideración los diversos factores personales y sociales que gravitan sobre la conducta de cada cual dentro de la vida en común. El individualismo concreto, centrado, no tanto en descarnadas tipologías individuales, en agrupaciones humanas reducidas al esquematismo de casos, sino atento a la singularidad de cada sujeto en particular inmerso en el gran circuito de la vida, representa una profundización de esa imagen, heredada del pasado glorioso de la Revolución, que lo realza en su individualidad como agente de fines[5]. Tal es, también, la forma en que el Derecho hodierno se representa al hombre sobre el cual se propone intervenir penalmente. Del peligro de que el estereotipo deforme y, al cabo, aniquile la persona en su realidad irrepetible, se hacen cargo, en su formulación contemporánea, los principios rectores del Derecho penal liberal: basta pensar en el tránsito que va desde la reducción psicológica a la teoría normativa de la culpabilidad, que no es sino el esfuerzo de impedir que
las máximas sanciones y responsabilidades jurídicas se rebajen a un mísero doblegamiento de lo humano ante un poder receloso del serpentino surco de las circunstancias, de la libertad condicionada de cada quien.

   
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2. El siglo XX ha sido testigo de múltiples amenazas e incluso ataques bien reales y compactos contra el liberalismo penal, su imagen del hombre y su concepto del Derecho, desde la terrible experiencia de los totalitarismos, hasta las numerosas y a veces veladas formas de autoritarismo. No vamos a entrar aquí en el debate sobre si es posible distinguir con claridad, a partir de unos precisos rasgos distintivos, entre totalitarismo y autoritarismo, sea en general, sea en lo que hace a su particular presentación en la disciplina de los delitos y las penas. Por lo demás, y más allá de las diferencias, aun de calado, que existen y se dan con efecto entre ellos[6], antes cuenta subrayar que las dos tendencias muestran invariablemente una disposición insufrible hacia la libertad del individuo, un obsesivo afán de defensa e intimidación, que impulsan hasta colmar la atmósfera de la vida colectiva con un vaho de desconfianza, pesadez y rudeza, y una axiología substancialista que no ve en el hombre —en todos los hombres— el único sujeto de fines, sino atribuye esa condición a otras entidades, de carácter transpersonal, de cuyos misteriosos meandros brota una política legislativa que establece a capricho distinciones entre los justiciables, negando a unos aquello que concede a otros. Si la desfiguración de la imagen de la persona, con la correspondiente perforación del principio de igualdad ante la ley, y la substitución del Estado de Derecho por el reino del poder arbitrario aparecen con contornos más definidos en el marco del totalitarismo penal, ello obedece únicamente al élan substancialista también más neto y elaborado que le suministra su ideología política, al paso que esa concepción se solapa en la rusticidad monopolar del autoritarismo, cuyo ayuno de pensamientos coherentes y bien afirmados no le impide, empero, elevar las apetencias de los grupos que lo sustentan al plano de una doctrina rudimentaria, con el fin de cohonestar los designios y la actuación pública de tales grupos; remedo ideológico que, en lo medular, consiste siempre en el robustecimiento del poder de unos pocos en desmedro de los demás, amén de la denigración sistemática y tendenciosa de los sectores sociales que esos grupos perciben como un peligro para sus intereses, haciéndolos figurar ante la apreciación pública cual si de bestias dañinas se tratase y frente a los que sólo cabe defenderse, en tanto en cuanto los malignos rostros y rastros del mal subsistan. De ahí a utilizar el Derecho penal, degradado a sombrío instrumento de profilaxis colectiva, como un in fieri perpetuo orientado a extirpar la parte considerada corrupta del tejido social, media un estrecho paso, paso que ningún sistema político de corte autoritario ha titubeado en dar.

Pues bien, en nuestra opinión hay que cuidarse de creer que tras el formal hundimiento de los regímenes tiránicos que asolaron Hispanoamérica en las últimas décadas, haya desaparecido asimismo el espectro de sus prácticas punitivas. Esto sería tomar apariencias por realidades. En verdad, hoy asistimos a la cruda reviviscencia de esas prácticas, a un impensado renacimiento que suma a antiguos apoyos el respaldo unas veces silente y tácito, otras desembozado y oportunista, de agrupaciones políticas de cuyos principios manifestados uno pudiera esperar antes la formación del primer dique para contener el desarrollo del engendro, que el regazo donde hoy lo acunan amorosamente. De las varias amenazas que se ciernen en el horizonte de la política criminal iberoamericana, poniendo en serio jaque la preservación de los derechos fundamentales ante el magisterio punitivo, existe una que es ya viva, operante realidad, y de su fuerza centrípeta es factible conjeturar que atraerá otras, amalgamando a los vernáculos peligros no oriundos del Derecho penal de este continente. Se trata de la “doctrina” de la seguridad ciudadana.

   
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3. Figura deliberadamente entre comillas la palabra doctrina, en trance de caracterizar en sus rasgos fundamentales la que ahora comentamos. Puesto que si por doctrina hay que entender un conjunto sistemático y coherente de principios, a los que presta garantía una red de razonamientos y estudios bien concatenados sobre la materia de que se trate, nada de eso exhibe la de la seguridad ciudadana. Tampoco aparece expresada en el molde más modesto de un programa, al menos uno que sus creadores se muestren proclives a reconocer como concreción de sus concepciones políticas y jurídicas, y no como la respuesta inmediata a una anomalía real o sólo presunta surgida en el conglomerado social, con la que se busca allegar episódico sosiego a sus miembros. Siguiendo el hilo de sus formas concretas en diversos países de Hispanoamérica, ella se ha manifestado más bien como un postulado obscuro, que a menudo no pasa de eslogan, bandera de lucha o llamado de alarma —un simple discurso público, según prefiere Zaffaroni[7]—, para justificar un número cada vez mayor de iniciativas legales o actuaciones gubernativas en el campo de la sanción y prevención del delito. Por modo que sólo del marchamo que imprime sin excepción a estos productos es posible reconstruir el principio común del que proceden.

Es más, se ignora cuál es el significado preciso que encierran esas palabras, si bien es creciente el número de personas que están bajo su influjo, incluso en el campo de la ciencia, a pesar de que ésta no debiera manejar
estructuras monolíticas y mucho menos prestarles acatamiento o aprobación. En este sentido, no es menos digno de interés el hecho de que incluso entre partidos políticos de inspiración democrática se ha enseñoreado la equívoca nomenclatura, a cuya difusión y empleo inconscientes acaso favorezca el espíritu de libertad latente en la expresión que ha venido a substituir —la seguridad pública de que hablaron los primeros clásicos[8]— y en la consideración aislada de las palabras “seguridad” y “ciudadano”, que una y otra son hijas de la mentalidad liberal. Su combinación, sin embargo, envuelve hoy un significado muy distinto.

Por de pronto, hay tres sentidos que pudieran corresponder por igual a la locución. Primero, el de seguridad urbana, la seguridad ante el delito en las ciudades. Mas a poco que se medite sobre el particular se advertirá que la doctrina no tiene en mira las condiciones que preservan la seguridad pública en todo tipo de ciudades, sino sólo aquellas de grandes dimensiones, con alta densidad de población y en las que hondas e irritantes contradicciones de todo jaez han establecido una separación radical entre las capas privilegiadas y desposeídas, divorcio que se percibe incluso en el emplazamiento físico donde moran unas y otras, lo mismo que en el lenguaje aplicado para nombrarlo, de soterrada descalificación cuando de los barrios más humildes versa el discurso[9]

La dicotomía verbal se asocia, también, a la segunda acepción: seguridad de los ciudadanos. Pero sería un error suponer que aquí estamos frente a un concepto análogo al de los clásicos, empapado en la doctrina de la libertad. Cuando, por ejemplo, Carmignani sentenció que “la seguridad de los ciudadanos constituye el principal objeto de la sociedad, hasta el punto de no poder concebirse la felicidad sin seguridad”, pensaba en “los hombres solamente como seres racionales [...], abstracción hecha de su calidad de ciudadanos y de todo vínculo de poder social”, idea en la que pulsan las de humanidad y fraternidad, y de la que Carmignani deduce el lógico corolario de ser un presupuesto fundamental de la constitución de todo gobierno, el que las leyes penales resten de la libertad de los ciudadanos “sólo aquella parte cuya sustracción sea estrictamente necesaria para la consecución de la seguridad misma”[10]. En cambio, aquella que el confuso corro de voces yuxtapuestas reclama hoy en todos los tonos, es una seguridad acensuada, que se vincula solamente a los afectos y pasiones de quienes poseen casa, ocupación y fortuna, la de los grupos urbanos a los cuales el incremento —que aquí no vamos a entrar a discutir— de ciertas formas de la criminalidad más visible, perturba en grado sumo, hasta transformarse en paroxismo, intransigencia y despropósito; en miedo al delito, para usar un cliché consagrado por el uso. Y obsérvese que en nada modifica lo anterior el que el sesgo sectario no aparezca de manifiesto en la voluntad expresada por la legislación penal que alumbra, pues bajo los ropajes de unas normas de sedicente alcance general se oculta una orientación bien precisa, y unas materias y finalidades regulativas de inequívoca significación social y política, harto más estrechas que lo que las formas enuncian. 

En fin, al interior del tercer sentido de la fórmula, la mencionada disociación semántica no está presente. Es la seguridad ciudadana como participación de los ciudadanos en las tareas de policía preventiva. En efecto, esta insólita invitación al particular a dar mano forte a la función estatal de defensa del Derecho, tiene la peculiaridad de estar extendida lo mismo a los verdaderos que a los falsos ciudadanos; a aquéllos, en su papel de artífices y eco del miedo al delito; a éstos, en la parte en que el miedo anuncia indudables y cotidianas realidades, y a todos, distribuida conforme a los desiguales riegos objetivos y posibilidades económicas de los distintos grupos.

Aunque en las tres acepciones de su denominación se adivina ya los rasgos mezquinos de la doctrina, ellos quedarán mejor enfocados con el somero señalamiento de su concreta proyección penal, a saber: a) aumentar sin misericordia las penalidades de los delitos que generan o parecen crear especial temor entre los ciudadanos, particularmente el robo, ciertas especies de hurto, el homicidio, las lesiones, la violación, las asociaciones ilícitas, el tráfico indebido de estupefacientes y sus epifenómenos, y la tenencia o porte no autorizados de armas, desproporcionándolas respecto de la gravedad objetiva del acto, lo cual provoca antinomias insolubles dentro del equilibrio axiológico del sistema penal, por lo que a menudo resultarán criminógenas; b) establecer para tales puniciones unos límites mínimo y máximo muy distanciados entre sí, es decir y en definitiva, marcos penales indeterminados, en los que un arbitrio judicial desmedido destruye las exigencias de seguridad y certeza inherentes a la legalidad de las puniciones; c) multiplicar sin tasa en esos delitos los tipos calificados, añadirles cláusulas generales por completo imprecisas, o bien acoplarles circunstancias de agravación desprovistas de una razón que las justifique, siendo un ejemplo de esto último el aumentar la pena del de suyo cuestionable hurto con armas, por el mero hecho de que la que cargue el autor sea de fuego, con el consiguiente atentado contra la legalidad de los delitos y el principio de ofensividad; d) buscar hasta conseguir una reducción del límite de la inimputabilidad por inmadurez, para someter a pena a quienes recién se asoman a la edad de la adolescencia e incluso a niños, con el correlativo menosprecio de la madurez espiritual que requiere en el hechor el principio de culpabilidad; e) reponer el presidio perpetuo en los Códigos que lo hubieran suprimido, o bien exigir, en aquellos donde preexistía, que el preso cumpla la pena durante varias décadas, como presupuesto para la concesión de la libertad condicional, es decir, tornando la última en un quid imposible o convirtiéndola en preparación para la muerte, antes que del retorno del condenado a la vida en libertad; f) privar en muchos casos a los procesados o sentenciados de los beneficios de la libertad provisional o la condena de ejecución condicional, so capa de la gravedad del delito que se les imputa o su condición de peligrosos; g) fomentar la delación y la soplonería, ya por la oferta de reducir la responsabilidad de los delincuentes que revelen los nombres de sus compañeros, ora por otorgar recompensas a los particulares que denuncien ciertos delitos o entreguen a sus autores, sea, en fin, por regular y declarar lícita la actuación de agentes provocadores y otros turbios sujetos que susurran noticias al oído del aparato policial, con lo que se tiende sobre la Administración de Justicia un manto de ruindad que corroe el poder de autoridad y el significado ético de la Jurisdicción; h) convertir, asimismo, la simple inmoralidad en delito, por ejemplo, en la regulación concreta acordada a algunos que se dice ofenden la libertad sexual; i) favorecer prácticas extremas de autotutela entre los particulares, al dar inaudita extensión a las defensas privilegiadas o al tolerar o lisa y llanamente autorizar la instalación de defensas mecánicas predispuestas para matar a agresores o inocentes; j) facultar a los órganos policiales para que den a sus armas el uso que consideren mejor, con tal de impedir los delitos o evitar la evasión de detenidos o presos, o no conceder importancia a su empleo desproporcionado, cuando no derechamente homicida, todo ello en aras de la superior tarea de combatir la delincuencia; k) hacer de la hipocresía el fin de las penas, ora por postular para ellas un objetivo de recuperación social del condenado, mas sin destinar recursos a tal finalidad, pero sí a la menos onerosa de construir nuevas cárceles, que se añadan a las ya abarrotadas, ora por proponerse el objetivo de apoyar el sentimiento de seguridad jurídica de los ciudadanos, como eufemismo para atender, en verdad, los temores de éstos o de ciertos grupos de la población, y l) desentenderse olímpicamente de las raíces profundas de la criminalidad y de la política social necesaria para reobrar sobre las primeras y prevenir la segunda, con lo que se realza en el Derecho únicamente su faceta de compulsión, se desvirtúa la majestad de su imperio y se reemplaza el monopolio legítimo de la fuerza por parte del Estado, con el ejercicio ciego de la violencia, sea la que procede de la entidad estatal, sea la desplegada por el ciudadano privado[11].

Yendo al fondo del asunto, so pretexto de procurar seguridad, la doctrina en cuestión hace del Derecho penal un aparato de guerra, que debilita los lazos de solidaridad entre y al interior de las distintas clases sociales, y en su sitio coloca vínculos de subordinación, sometimiento y lucha[12]. Como política y táctica bélicas, es la negación misma de la fraternidad entre los hombres, pero también de la voluntad de convivir. En principio, se podrá aceptar la sugestiva observación de que el tipo de Estado que corresponde a esta laya de organización social y política, no es aquel fundado en la protección de bienes jurídicos de objetiva importancia para la comunidad, el respeto de los derechos fundamentales y la vinculación de la autoridad pública a normas estables y dotadas de validez general, que legitiman y enaltecen sus actos, o sea, el Estado de Derecho, sino uno en que impera la voluntad de mando, puesta al servicio de grupos bien circunscritos que erigen sus intereses en ley, esto es, el Estado de policía[13]. El afán de exagerar los males que aquejan a la Administración de Justicia, denostando a sus órganos y caricaturizando sus procedimientos y atribuciones, acusados de ineptitud para contener la ola de criminalidad que asuela las urbes, es apenas uno más de los oblicuos expedientes con que se busca raer el ministerio de los jueces, para que sean un día meros auxiliares llamados a confirmar las decisiones y los actos de la Administración y su policía, emperatriz que declara el Derecho. 

Todo esto coincide con la constatación de que la doctrina de la seguridad ciudadana representa precisamente la continuación de las prácticas penales de la doctrina de la seguridad nacional[14]. Son numerosos y significativos los puntos de contacto entre madre y heredera, según un común principio autoritario[15]. La imagen de la guerra total, permanente y sin reglas contra la insurrección política, enemiga de la nación, cede paso a la del combate también sin pausas ni consideraciones contra los delincuentes, a quienes se percibe y presenta, en obstinada monserga dirigida a la opinión pública, cual enemigos de la sociedad, merced a un rico abanico de apelativos apropiados para denigrarlos, despersonalizarlos y cosificarlos. Y es claro que al individuo rotulado como antisocial, enemigo, o con otras “muestras innumerables de carencia del sentido de humanidad que niegan por sí solas la aptitud y la actitud para convivir”[16], no hay por qué respetar los derechos que convienen a los buenos ciudadanos, pues así lo demanda el sacrosanto deber de combatir o luchar contra el terrible azote, como si la criminalidad fuese lo que definitivamente no es, el peor problema que plantea al hombre el hecho de existir. El Derecho penal de la seguridad ciudadana no es, en consecuencia, uno basado en el concepto de persona, porque la persona es una idea de igualdad, refractaria a cualquier ordenación jerárquica[17]. Ya se ve cómo, lo mismo que en toda especie de autoritarismo punitivo, también el que infunde la doctrina en palabra a sus prácticas penales termina por ser la negación del concepto de Derecho.

Pero al origen, evolución y persistencia de la monótona prédica de la seguridad ciudadana ha contribuido otro factor. En la espantable figura de esta política criminal está esculpido, además, el proyecto penal vociferado por los corifeos de la globalización. Las características esenciales de ésta, o sea, el capitalismo sin trabajo y la acelerada eliminación de los cometidos de bienestar colectivo antes asignados al Estado, y el efecto social inmediato de la cada vez mayor concentración del poder económico, que circula sin trabas impositivas entre los Estados, expoliando el erario público y destituyendo en su paso de colocación, medios y esperanza a vastos segmentos de la comunidad, y que remata en una estructura social de incluidos y excluidos, o mejor dicho, de ciudadanos y grupos amorfos considerados como materia de descarte económico y desprecio social, son el campo desolado sobre el que canta su victoria la doctrina de la seguridad ciudadana[18]. Que ésta acaricie el propósito y se lance a la empresa de explotar el único sector de la exclusión social del que puede obtener aún alguna ventaja, el de quienes conturban la representación falsa de seguridad y estabilidad de los incluidos, se corresponde con la antigua enseñanza de que el delito es también base y razón de ser de una industria, que rinde pingües beneficios a muy poderosos clanes, a quienes interesa sobremanera que el sentimiento de inseguridad nacido de él se exacerbe y renueve día a día[19]. La incomprensión e indiferencia por los profundos problemas sociales de donde surgen los delitos que proclama combatir, es el complemento lógico de la doctrina, cuya esencia radica en ahondar y perpetuar la realidad y el mito de la delincuencia. Y en la imagen de guerra sin reglas, de refriega y peligros que acechan por doquier, a la que se convoca a tomar parte al ciudadano, se desdibuja incluso quién es el amigo y quién el enemigo, ya que ni unos ni otros son para la doctrina verdaderos sujetos de fines. De modo que a ésta no parece que deba objetarse tanto esa deformación de la función penal contra la que se rebeló Carrara, la que hunde sus causas en “la manía de gobernar demasiado, y en la idiotez de gobernarlo todo por medio de procesos criminales”[20], esto es, los usos propios del Estado gendarme, cuanto el desplegar, bajo el dominio de lo único que existe y tiene valor, o séase, la ganancia de mercado, el campo del bellum omnium contra omnes. El modelo de Estado correspondiente a la doctrina de la seguridad ciudadana, no es, entonces, el Estado de policía, sino la falta de Estado: el estado de naturaleza.

   
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4. Dimos comienzo a esta intervención evocando la génesis de los derechos fundamentales y la raíz política del sistema penal que heredamos del Siglo de las Luces. Con tal referencia querríamos también terminar. A la imagen del hombre y el concepto del Derecho que insuflaron forma y substancia a los ordenamientos penales de cuño liberal, juzgamos imperioso volver, que nunca como hoy el Derecho penal precisó un nuevo 1789. Habrá que insistir en sus principios, reforzarlos y defenderlos contra sus ataques, si no es nuestro deseo que figuras espectrales como la de la seguridad ciudadana cobren más robusto cuerpo, modelen nuestra manera de considerar el problema penal y dicten una a una las decisiones que demanda una política criminal moderna y a la altura de los desafíos presentes planteados por el crecimiento de diversas formas de criminalidad. A este designio de poner coto a prácticas penales primitivas que se creía definitivamente conjuradas, mas tornan a asomar su desagradable cerviz, a través de un Derecho penal personalista, consciente de que la pena jamás ha servido para resolver ningún problema social —los que, antes bien, a menudo agudiza o acrecienta—, también pudiera denominarse como ese Derecho penal mínimo del que mucho se discurre en los medios científicos, pero que los legisladores desatienden sistemáticamente, pues el mundo de la política parece ahora abrigar serias dudas acerca de sus consecuencias... ¡o desconfía de las bondades de sus raíces ideológicas! —aquí queremos partir de la base de que ese medio se ha enterado del tema, aunque este es un punto que presumiblemente quedará abierto a la discusión—. Por lo demás, incluso entre respetables penalistas se oyen voces que elevan la objeción de que las transformaciones de todo orden propias de la época que gusta de llamarse a sí misma como la del fin de todas las épocas, harían utópico e infructuoso un regreso a ese cercano pretérito del que por tantos conceptos somos hijos y deudores: en suma, que ya habría expirado la hora del viejo edificio del Derecho penal liberal. De ahí las numerosas propuestas encaminadas a flexibilizar sus principios, de forma que éstos se ajusten a los requerimientos actuales. He aquí, sin embargo, que esos apotegmas no se prestan para un juego de medias tintas, ni rinden los fundamentos en que se apoyan ante cualquier embate. Los caminos del Derecho penal —escribe con razón Jorge de Figueiredo Dias— pasan hoy más bien por una superación de la razón técnico-instrumental de la sociedad postindustrial, no menos que por “el redescubrimiento del axioma ontológico y antropológico que preside la función penal, productor de una imagen del hombre como ser-con y ser-para los otros”[21]. De suerte que flexibilizar esos principios implica lisa y llanamente dejarlos de lado y substituirlos por otros, no importa aquí cuáles sean los que en adelante ocupen su lugar.

Tampoco le importan a la doctrina de la seguridad ciudadana, ese vástago de la política de la tercera vía[22], el rapsoda del despotismo del mercado global y lacayo genuflexo de los que de antiguo y con mejor coherencia se empecinan en desmantelar el Estado en su conjunto, para dejar de él sólo su coraza coactiva, como garantía de sus intereses particulares. En la letanía quejumbrosa de unos y otros —que, claro es, se cuidan de expresar su norte político[23]—, apenas se escucha hablar de libertades, derechos o garantías, sino de los deberes y responsabilidades que nos incumben en este nuevo vivere pericolosamente, con la dura apuesta de su empeño más urgente y grave, el combate sin tregua contra el delito[24].

Pero así no se constituye derechos ni garantías, ni se pone límites al ius puniendi. Por el contrario, se proyecta hacia lo penal la imagen de un individuo que vive solo y abandonado a sí mismo, desligado de los demás, a quienes ni reconoce como sus semejantes ni entiende, y al que no hay comunidad o Estado que tienda una mano para enfrentar los riesgos de la existencia. ¡Y ay de aquel que no pudo o no fue tan listo como para salir ganancioso del lance, que el aparato penal, receloso de su torpeza —la de los que pierden sin haber empezado a ni tener posibilidad de jugar—, estará bien pronto tras sus pasos, y aquí no hay espacio para los vencidos!. “Se requerirán primero nuevas y amargas experiencias hasta que se comprenda qué peligros lleva en su seno para la sociedad el egoísmo individual liberado de todos sus frenos, y por qué el pasado ha tenido por necesario ponerle vallas”. Estas palabras de Ihering, un individualista y liberal declarado, escritas hace más de un siglo, parecen pensadas para hoy[25]

Antes que el imperio del miedo se apodere definitivamente del alma y el nervio de nuestras instituciones penales, y lo que es peor, de nuestra forma de vivir con y sentir al prójimo, tenemos la obligación de develar sin desmayos a los que se esconden tras el fantasma cumpliendo el abyecto papel de aprovechados o facinerosos, o la triste figura del que hizo ante nuevo altar capitulación de sus principios, y de recordarles y acordarnos de que el miedo es enemigo de la razón, y la razón, fuente sempiterna de todos esos derechos que hacen del ser humano una persona, y del deambular de las personas sobre la faz de la tierra, algo digno de ser vivido[26].

Dr. José Luis Guzmán Dalbora

   
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Referencias

* Reconstrucción, anotada, de la intervención del autor en el Primer Foro Latinoamericano de Política criminal (“Los diferentes rostros del crimen”), celebrado en Ribeirão Preto, São Paulo, los días 14 a 17 de mayo de 2002.

** Doctor en Derecho por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, de Madrid; Diplomado en Derecho penal y Criminología por la Universidad “La Sapienza”, de Roma; Profesor asociado de Derecho penal y de Filosofía del Derecho en la Universidad de Antofagasta (Chile).   

[1] Parecidamente, Rivacoba, Introducción al estudio de los principios cardinales del Derecho penal, en la Revista de Derecho penal y Criminología, de Madrid, 2ª época, julio de 1999, número 4, cfr. págs. (735-751) 743-745.

[2] La metafísica de las costumbres. Estudio preliminar de Adela Cortina Orts. Traducción y notas de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Tecnos, Madrid, 1989, cfr. pág. 30.

[3] Filosofía del Derecho. Traducción de Luis Legaz y Lacambra. Labor, Barcelona, 1937, pág. 193.

[4] Cfr. Rivacoba, La reforma penal de la Ilustración. Tirada aparte del volumen Teoría general del Derecho, Lógica e informática jurídicas (“Anuario de Filosofía Jurídica y Social”, 5, 1987), editado por la Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, Edeval, Valparaíso, 1988, págs. 23 y ss.

[5] “La nueva imagen del hombre es en comparación con el esquema abstracto de la libertad, el interés propio y racional de la época liberal, un tipo mucho más próximo a la vida en el cual es incluida también la relación de poder intelectual, económico y social del sujeto jurídico. El hombre en el Derecho no es ya en lo sucesivo Robinson o Adán, no es ya el individuo aislado, sino el hombre en sociedad, el hombre colectivo. Con esta aproximación del tipo del hombre jurídico a la realidad social se fragmenta al mismo tiempo el sujeto de derecho en una diversidad de tipos relevantes, de tipos sociales y ahora también jurídicos”. Radbruch, El hombre en el Derecho. Conferencias y artículos seleccionados sobre cuestiones fundamentales del Derecho. Traducción de Aníbal del Campo. Depalma, Buenos Aires, 1980, págs. 24-25.

[6] Sobre lo cual es de ver Rivacoba, Orden político y orden penal, en la Revista chilena de Derecho, de Santiago de Chile, vol. 22, mayo-agosto de 1995, número 2 (monográfico: “Derecho penal y Criminología”), págs. 201-212.

[7] Derecho penal. Parte general. En colaboración con Alejandro Alagia y Alejandro Slokar. Ediar, Buenos Aires, 2000, cfr. pág. 17.

[8] Sea aquí recordado únicamente este pasaje, escrito a propósito del objeto de las penas y de su imprescindible proporción con los delitos que sancionan, en el que se advierte al legislador que “si no se contiene en estos límites, cae en la tiranía; porque si debe ser protegida la sociedad, también deben ser respetados los derechos de los hombres, y no es permitido sacrificar más que la porción de esos mismos derechos que es necesaria para conservar y defender la seguridad pública”. Filangieri, Scienza della legislazione. 4 vols. Napoli, 1780-1783, que aquí se cita según la traducción castellana de Juan Ribera, en 10 vols, Imprenta de don Pedro Blaume, Burdeos, Tomo III, 1823, págs. 324-325 (el subrayado, nuestro).

[9] En Chile, la exclusión semántica toma forma en el juego contrapuesto de vecindad y población (o vecinos y pobladores), y a su uso irreflexivo se entregan con fruición, ante todo, las propias autoridades públicas.

[10] Elementos de Derecho criminal. Traducción de Antonio Forero Otero y Jorge Guerrero. Temis, Bogotá, 1979, págs. 5 y 6 (§§ 10 y 11).

[11] “Si se tiene presente que la mentalidad autoritaria centra en sí el mundo y pretende someterlo al imperio de su voluntad, se colegirá que no puede captar en el fenómeno jurídico más que el aspecto de compulsión, y, si se piensa que en el Derecho se ennoblece la fuerza para elevarla a la categoría de medio para cumplir sus prescripciones en orden a determinados fines, se verá que el autoritarismo acaba desnaturalizando la noción misma de Derecho”. Rivacoba, Orden político y orden penal, cit., pág. 211.

[12] “Esta imagen bélica legitimante del ejercicio del poder punitivo, por vía de la absolutización del valor seguridad, tiene el efecto de profundizar sin límite alguno lo que el poder punitivo provoca inexorablemente, que es el debilitamiento de los vínculos sociales horizontales (solidaridad, simpatía) y el reforzamiento de los verticales (autoridad, disciplina)”. Zaffaroni, op. cit., pág. 17.

[13] En este sentido, Zaffaroni, idem, cfr. págs. 17 y 39.

[14] Para la última, cfr. Joseph Comblin, Doctrina de la seguridad nacional, en el volumen Dos ensayos sobre seguridad nacional, Arzobispado de Santiago, Vicaría de la Solidaridad, serie Estudios, número 6, Santiago de Chile, 1979. Sobre su origen, desarrollo y traducción penal discurre críticamente Augusto Sánchez Sandoval, Derechos humanos, seguridad pública y seguridad nacional. Instituto Nacional de Ciencias Penales, México, 2000, cfr. págs. 83 y ss. En págs. 100-103 examina los principios orientadores de la Convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y substancias psicotrópicas, de 1988, como concreta manifestación actual de la ideología, es decir, la que denomina “seguridad nacional neoliberal”, y enjuicia semejantes principios, diciendo que importan “la negación de la cultura jurídica moderna de occidente, con la promulgación de normas espurias que inauguran una nueva etapa, que se puede llamar de la posmodernidad jurídica cínica, ya que son las mismas Naciones Unidas las que abanderan el desmonte de las garantías y de los derechos ya adquiridos por las personas y que están reconocidos por tratados y pactos internacionales, dejándolas inermes frente al poder de los gobiernos nacionales o extranjeros” (pág. 103). Por lo demás, esta Convención y las leyes dictadas bajo su reinado, constituyen un verdadero paradigma de la doctrina de la seguridad ciudadana.  

[15] Cfr. Zaffaroni, Derecho penal, cit., págs. 16-17, 244 y 338-339, y Politique criminelle et droits de l’homme en Amerique Latine: de la “sécurité nationale” à la “sécurité civique”, en Archives de Politique criminelle, 1992, págs. 77-86.  En este artículo, el autor atribuye la génesis de la doctrina de la seguridad ciudadana a cuatro factores: el poder de las policías de carácter centralizado, vertical y militar, reinantes en Hispanoamérica; el poder los medios de comunicación, que explotan y aumentan cotidianamente la imagen del delito, “con un metadiscurso que difunde una idea falsa de impunidad total”; el poder político, que por oportunismo, demagogia o para satisfacer el ansia vindicativa de los electores, aprueba leyes penales de signo cada vez más autoritario y bloquea toda iniciativa liberal, y el poder económico no tradicional, es decir, el financiero, que procura desviar la atención de las maniobras ilegales producidas en su seno, para que la opinión pública se identifique con las víctimas de la criminalidad callejera.     

[16] Rivacoba, Violencia y justicia. Tirada aparte del volumen Recuerdo de Jorge Millas (“Anuario de Filosofía Jurídica y Social”, 11, 1993), editado por la Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, Edeval, Valparaíso, 1994, pág. 18.

[17] “Lo que es un fin en sí excluye toda ordenación jerárquica. Por eso el concepto de persona es un concepto de igualdad”. Radbruch, Filosofía del Derecho. Traducción de José Medina Echevarría. Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 3ª ed., 1952, pág. 170.

[18] Acerca de estos caracteres y efectos de la globalización (palabra que ponemos en cursiva por no ser castellana), cfr. Beck, ¿Qué es la globalización?. Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Traducción de Bernardo Moreno y Mª Rosa Borrás, Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México, 1998, págs. 92-98 y 138-141. En punto a su proyecto penal, cfr. Zaffaroni, La globalización y las actuales orientaciones de la política criminal, en la revista Nueva doctrina penal, Ediciones Del Puerto, Buenos Aires, 1999; del mismo, Globalización y sistema penal en América latina: de la seguridad nacional a la seguridad urbana, en la Revista brasileira de ciências criminais, de São Paulo, Editora Revista dos Tribunais, vol. 20, 1997, y Alberto Silva Franco, Globalização: efeitos danosos e alternativas viáveis, en Cuadernos de Criminología y jurisprudencia penal. Criminología. Teoría y praxis, Ad-Hoc, Buenos Aires, año I, número 1, 2002, págs. 69-98.

[19] Entidades de seguridad y vigilancia privadas; elaboración y venta de puertas blindadas y sistemas de alarma; importación y distribución de armas de fuego y otros adminículos de defensa; edificación y mantenimiento de centros comerciales cerrados; diseño y construcción de un tipo particular de arquitectura urbana, la de viviendas amuralladas a guisa de castillo y autopistas donde no hay semáforos que presten ocasión a eventuales asaltantes, etc., sin nombrar los enormes réditos obtenidos por los medios de comunicación social a costa de la exhibición agigantada de la delincuencia.

[20] Programma del corso di Diritto criminale. Del delitto, della pena. Il Mulino, Bologna, 1993, pág. 65 (§ 17).

[21] Temas básicos da doutrina penal. Coimbra Editora, Coimbra, 2001, pág. 185.

[22] Por impertinente que pueda parecer a algunos, no se trata de una afirmación gratuita. Sobre los puntos de vista autoritarios adoptados en materia de Derecho penal por los que se complacen en nombrarse como “nuevos demócratas”, “izquierda renovada”, “progresistas”, etc., puede verse el libro de uno de los que componen su apología, es decir, el de Anthony Giddens, La tercera vía y sus críticos. Traducción de Pedro Cifuentes, Taurus, Madrid, 2000, cfr. págs. 11-36 y 178; en la última sintetiza su pensamiento al respecto: “Una parte básica del proyecto de la tercera vía es el intento de responder en serio a la preocupación pública por el crimen y la crisis de la vida familiar. Los socialdemócratas no deben temer ser duros donde antes han sido permisivos...”

[23] A propósito de esta “especie de movimiento de alerta, cuyos prosélitos y profetas [...] predican la salvación del mundo por el espíritu del mercado”, dice Ulrich Beck  que “el globalismo [...], un virus mental que se ha instalado en el interior de todos los partidos [...], es una acción altamente política que, en cambio, se presenta de manera totalmente apolítica”, y que “su dogma no es que se haya de actuar económicamente, sino que todo —política, economía, cultura— ha de supeditarse al primado de la economía”. Op. cit., págs. 169 y 170. ¿Por qué no, también, esa parte de la cultura llamada Derecho penal?.

[24] A todos los cuales bien pudiera cuadrar la advertencia de Arthur Kaufmann: “Nunca estuvieron tan fuera de lugar como hoy personas temerosas del riesgo en posiciones de responsabilidad”. Rechtsphilosophie. Beck, München, 2ª ed., 1997, pág. 288 (hay versión castellana, de Luis Villar Borda y Ana María Montoya, Filosofía del Derecho, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1999, cfr. pág. 503).

[25] Y prosigue: “La libertad de relación ilimitada es una franquicia para la extorsión, una patente de corso para ladrones y piratas con derecho de opresa sobre todo lo que caiga en sus manos —¡ay de los vencidos!. Se comprende que los lobos clamen por la libertad; pero cuando las ovejas, como ha ocurrido tan a menudo en aquel problema, hacen coro, sólo demuestran con ello que son ovejas”. El fin en el Derecho. Traducción por Diego Abad de Santillán. Estudio preliminar sobre El pensamiento jurídico de Ihering y la dimensión funcional del Derecho por José Luis Monereo Pérez. Comares, Granada, 2000, pág. 99.

[26] “Las relaciones personales del hombre son aquellas que el discurso jurídico identifica como tales, puesto que, en principio, siempre se legitima el Derecho del modo en que a cada quien confiere competencia como persona: el suum iustum (sobre todo, merced a la garantía de los derechos fundamentales y humanos). Por eso ya había dicho Hegel que el mandamiento del Derecho es: <Sé una persona y respeta a los otros como personas>”.  Kaufmann, op. et ed. cits., págs. 292-293 (508-509 de la ed. castellana).

   
 

 

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