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    Comentario sobre el delito de enriquecimiento ilícito    
   

Por Luis M. Angelini

Universidad de Buenos Aires.

TE. 4742-2643/02322-426934 

e-mail: langelini@janssen.com.ar

   
   

 

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I. Introducción.

 

La redacción del delito en trato, ha sido fuertemente cuestionada desde un importante sector de la doctrina[1], que ha dirigido serias críticas en torno a su constitucionalidad y adecuación con los principios rectores del derecho penal, llegándose a afirmar que no resulta coherente con un Estado de Derecho.[2]

Así, el precepto fue objetado, liminarmente, por hallase en él una inversión de la carga de la prueba, lo que lo tornaría violatorio de la garantía constitucional de la presunción de inocencia, ya que obliga al imputado a probar el origen legal de su enriquecimiento patrimonial desmesurado. De este modo, se estaría partiendo de una presunción de culpabilidad[3].

De igual manera, en cuanto a la estructura típica, se dijo que el artículo no respeta el principio de legalidad ni el derecho penal de acto, pues sería un delito "de sospecha" donde habría un antejuicio al juicio propiamente dicho, ya que el tipo penal se integra recién con el requerimiento que se formula hacia el empleado enriquecido; y que desconoce el principio nemo tenetur entendido como la prohibición de declarar contra sí mismo, en razón de que se exige en cabeza del inculpado declarar, por ejemplo, que ha cometido un ilícito para lograr el aumento patrimonial, lo cual entraría en colisión con aquel axioma; basamentos estos que emanan de los arts. 18 y 19 de la Constitución Nacional y que se encuentran recibidos por los arts. 8 y 9 del Pacto de San José de Costa Rica, con jerarquía constitucional.      

También, y si se entendiera al delito como de omisión, es decir si se afirma que el verbo típico es el de "no justificar" el incremento patrimonial frente al requerimiento que a tales fines se practique, se vería avasallado el principio de culpabilidad, pues ante una mera desobediencia, se aplicaría una pena desproporcionada[4].

Desde otra mirada, gran parte de la jurisprudencia como de los autores, considera, con diversidad de fundamentos, que la figura en cuestión no transgrede los principios constitucionales ni los axiomas que informan al derecho punitivo.[5] 

 

II. La reforma al art. 268 (2) del Código Penal.

Ahora bien, luego de reformulada la descripción típica del delito de enriquecimiento ilícito por la Ley de Ética de la Función Pública[6], si bien su estructura básica continúa incólume, entiendo que surgen recientes elementos que permiten establecer una renovada lectura del tipo, de acuerdo a nuevos cánones interpretativos que se extraen de los antecedentes legislativos, lo cual autoriza a emitir una opinión diferente sobre la figura, en el sentido ya iniciado por ciertos autores.[7]

   
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II.a. El debate parlamentario. Los fundamentos legislativos. 

Los fundamentos de los proyectos de la Ley 25.188 de ética de la función pública, y el debate parlamentario del que fue objeto, tienen vital importancia a la hora de determinar el bien jurídico que se intenta proteger mediante el art. 268 (2) del Código Penal, y dilucidar el alcance de la norma en ese aspecto, acudiendo al análisis de la finalidad que tuvo en miras el legislador al momento de definir la reforma. No escapa a mi entender, que la ley cobra autonomía y vida propia al ser sancionada, y al tomar vigencia se desprende de la voluntad de lo que "quiso decir el legislador".

Pero ello no puede ser un principio absoluto, pues aquel modo de interpretar ayuda a establecer, juntamente con otras pautas explicativas, la inteligencia del precepto; máxime cuando, como ocurre con la ley en cuestión, aquella voluntad tiene actualidad, debido a lo cual con mayor razón es menester no hacer de ella letra muerta, porque en tales palabras puede verse reflejado el contexto histórico, político y cultural del cual no es posible sustraer lo jurídico, al menos, cuando de lo que se trata es de establecer lo que se pretende salvaguardar con su sanción.      

En definitiva, en preciso tener en cuenta que, como la norma ha sido reformulada, la interpretación auténtica es una fiel pauta que –junto con otras- coadyuva a delinear el sentido normativo y delimitar su alcance, permitiendo clarificar algunos matices oscuros en cuanto al fundamento del tipo.

En este contexto, podemos intentar la siguiente solución.     

 

II.b- El bien jurídico protegido. Los preceptos constitucionales. 

Tanto del debate como de los fundamentos referidos[8] -que por una razón de espacio no son tratados aquí in extenso- se desprende con meridiana claridad, que lo que se procura amparar mediante la ley aludida (dentro de la cual se encuentra inmersa la reforma del art. 268 (2) del C.P.) es la transparencia del sistema en beneficio de la honestidad de la función pública[9], como exigencia del principio republicano de gobierno que rige nuestra Constitución Nacional (art. 1° CN); y el derecho a la información de tales actos que poseen los gobernados, garantizándose un mecanismo de control público[10], como derivación lógica del dicho postulado, con el correlativo deber de los que administran el erario de dar cuentas de los negocios en los que hubiesen intervenido en razón de su función.

Se ha propuesto, mediante esta senda, controlar los comportamientos de quienes ocupen cargos públicos[11], con el ánimo de cohonestar a la ciudadanía con la gestión pública, pues el buen funcionamiento del Estado descansa en la legitimidad de la que gocen sus autoridades[12], sentando bases para que el Estado sea regido por actitudes que puedan ser consideradas transparentes por el ciudadano informado, y de este modo salvaguardar su integridad. Se trata de que los habitantes comprendan y perciban que quienes son designados para llenar el cargo público, habrán de convertirse efectivamente en administradores en beneficio del bien común[13], instalando la confianza en la sociedad de que el patrimonio del fisco no se distrae en otra cosa que no sea el bien general[14], fin último del Estado.      

No obstante, los motivos ulteriores o mediatos de su sanción son la prevención y represión de los delitos contra la administración pública, buscándose desincentivar toda pretensión de obtener beneficios indebidos aprovechando el ejercicio del cargo público[15], la disuasión de cualquier acto que pueda cometer quien asume de un modo u otro el mandato de representar al pueblo o de tomar decisiones que influyan en su destinos, y que signifiquen administrar la cosa pública en desmedro  del bien común o en perjuicio del recto funcionamiento de las Instituciones, debido a la trascendente función que estas cumplen para la vigencia del sistema republicano, democrático representativo, y federal, que nuestra Carta Magna ha adoptado para el gobierno de la Nación (art. 1 CN); importancia que ha sido revitalizada mediante la incorporación del nuevo art. 36 en la Constitución Federal de 1994[16] que, confiriendo relevancia a este tópico, ha exigido explícitamente la sanción de la referida normativa.           

La ética de la función pública, debe ser un patrón a seguir por la sociedad, y en este sentido los actos de gobierno deben reflejar los valores más elevados, evitando desplegar conductas que estén reñidas con el manejo de la cosa pública, incluyendo el respeto al decoro y la transparencia con que se deben practicar tales decisiones, teniendo como pauta los cánones que se señalan en el mencionado plexo prescriptivo.

Para llenar esos cometidos, la Ley de Ética de la Función Pública, ha dedicado gran parte de su texto en fijar mecanismos de control que actúen preventivamente y de manera disuasiva. Y entre esos mecanismos se han instaurado deberes que deben acatar los funcionarios, cuyo incumplimiento trae aparejada una sanción.  

Es en este plano, donde debe buscarse el bien jurídico protegido actualmente por el reformulado artículo 268 (2) del Código Penal.

De ese modo, pese a la objeción que se ha dirigido a la interpretación que realizan De Luca y López Casariego[17] en un trabajo dedicado a esta temática[18], considero que no está tan alejado de la verdad la afirmación de que, en el presente, el bien jurídico protegido en la especie es "la imagen de transparencia, gratuidad y probidad de la administración y de quienes la encarnan". Aunque, a diferencia de lo afirmado por estos, en mi concepto, este no es el único objeto de tutela[19], porque de otro modo, la pena podría ser desproporcionada[20], lo cual devendría en contra del principio de razonabilidad -art. 28 C.N.-, y por ende inconstitucional. 

Resulta necesario reconocer que, mediante el tipo penal analizado, también se pretende defender, básicamente, el correcto funcionamiento de la gestión pública, concepción que abarca el evitar toda actividad que, por acción u omisión, deslegitime la autoridad de los Poderes del Estado. Estos son los fines ulteriores o mediatos que se hayan protegidos, y aquel es el inmediato, por cuyo conducto se pretende dar abrigo a estos; del mismo modo que la figura creada por el art. 39 de la ley de marras -art. 268 (3) del C.P.- que sanciona una omisión (la de presentar la declaración jurada que se exige actualmente a los funcionarios públicos), tiende a proteger, ulteriormente, aquellos bienes jurídicos. 

Incluso, este artículo fue incorporado como una herramienta  habilitante del requerimiento de justificación patrimonial, ante la sonante variación de la riqueza que surja de la comparación de las declaraciones juradas, permitiendo el control ciudadano.  

   
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    III. Límites a las garantías derivados de la especial posición de la persona que ocupa un cargo público. 

El delito tratado consiste en la no justificación del enriquecimiento patrimonial apreciable, constatado luego de la asunción de un cargo público.

Es una especie del delito de omisión propio que exige, por un lado, un marcado enriquecimiento patrimonial temporalmente paralelo a la toma del puesto oficial, como circunstancia del tipo, previa y condicionante de la obligación de hacer, que es la justificación de su procedencia al ser debidamente requerido.

De acuerdo a ello, es menester que primero haya un enriquecimiento apreciable del funcionario luego de la asunción del cargo para recién allí requerir la justificación de ese aumento patrimonial. Sin lo primero no es posible requerir.  

Pues bien, dogmáticamente encuentro en ésta la tesis más  acertada; más no voy a referirme a la parte dogmática, sino en lo relativo al delimitado objetivo de este comentario. Desde ya adelanto mi postura: la estructura típica bajo análisis resulta constitucional. Veamos.

Como quedó dicho, el bien jurídico protegido por la norma - art. 268 (2)- viene a ser, por un lado, la transparencia de los actos de gobierno ( al menos, como he agregado, de forma inmediata), que es deducción razonada del sistema representativo republicano asumido por nuestra Carta Magna.    

Ello así, debido a que este artículo debe leerse dentro del nuevo contexto configurado por la Ley 25.188, sancionada bajo la orden del precepto contenido en el art. 36 de la Constitución Nacional, al cual le otorga mayor operatividad.

Dicha ley ha instaurado mecanismos de control de los actos gubernamentales, tendientes a realizar el objetivo republicano de la transparencia de los actos públicos, y en el mismo orden ha establecido pautas de comportamiento que reflejan los valores éticos paradigmáticos aceptados como correctos en la comunidad. Y para cumplir con este propósito, entre aquellos mecanismos ha fijado deberes y establecido obligaciones, los que también pretenden disuadir y prevenir prácticas corruptas que deriven en perjuicio de los fondos de la administración pública o de cualquier otro modo entren en colisión con el bien común, debilitando las bases mismas del Estado Nacional.            

En este sentido es que se organizó el sistema de la presentación de declaraciones juradas de los mandatarios públicos, con el definido objetivo de ejercer un contralor sobre su patrimonio mientras se desempeñe en el cargo, y de esa forma hacer más cristalino su paso por la administración.   

Se ha otorgado tal importancia a este deber que, para garantizarlo, se recurrió a la ultima ratio de la organización jurídica a la que se acude frente al  incumplimiento de la conducta querida: el sistema penal. Justamente, se sanciona con pena de prisión al que en razón de su cargo, estuviere obligado por ley a prestar una declaración jurada patrimonial y omitiere hacerlo.

Pues, la desconfianza social sobre quienes rigen las instituciones es causa de la deslegitimación de la autoridad de gobierno y de la disgregación misma del Estado democrático representativo.

Ante este cuadro, resulta lo siguiente: que si un funcionario se ha enriquecido de manera desproporcionada a sus ingresos durante el transcurso de la función pública, le es exigible, como derivación razonada del principio republicano de gobierno, que de cuenta de sus actos. Esta rendición forma parte del decoro, la virtud cívica, y el comportamiento ético que debe guardar el funcionario que asumió decisiones que influyeron sobre la cosa pública, la res pública, en definitiva, La República.  

Y esta obligación, no significa, como han propugnado algunos autores[21], la renuncia a garantías constitucionales, sino solo límites que se interponen entre las garantías mismas, de modo tal que todas queden con pleno valor y efecto, y unas no se vean anuladas por las otras. La Constitución ha mandado la sanción de una ley de ética de la función pública, y esta norma, consecuente con el mandato, ha previsto ciertos límites a las garantías constitucionales para determinadas personas que se encuentran en una especial posición frente a la sociedad, y sólo en estos casos, sin que ello aparezca como una aniquilación de garantías sino como una restricción derivada directamente de la armonización de ciertos dispositivos constitucionales con otros.

En nuestro caso, está claro que los artículos 1º (sistema republicano y representativo de gobierno), 36 (nuevos derecho y garantías, mandato constitucional de sancionar la ley de ética de la función pública, y establecimiento de la gravísima pena de atentado contra el sistema democrático para quien se enriquece ilícitamente a costa del Estado) y 19 (restricciones de las acciones privadas que ofenden la moral pública) conforman el cuerpo normativo que condiciona el derecho del funcionario de mantener en privado el origen de su patrimonio, al derecho de información del ciudadano.        

Con esta base, es posible afirmar que el agente público del ejemplo, tiene la obligación, el deber, de ajustar su conducta a un comportamiento ético y rendir cuentas del origen de sus ingresos, es decir, demostrar que los bienes adquiridos y que objetivamente no los podrían haber hecho por medio de sus ingresos declarados, los ha obtenido de algún otro modo legal o, al menos, sin perjuicio al bien general[22]. En otras palabras, justificar el origen de su desmesurado incremento patrimonial durante el ejercicio o en ocasión del cargo que ocupó, pues ello forma parte de la moral republicana que debe mantener. No es que se presuponga el enriquecimiento ilícito, sino que aquel manifiesto incremento lo coloca en la obligación de dar explicaciones por imperio de la ley.

Por ello, ante el dato objetivo del aumento desproporcionado de sus recursos privados, y de acuerdo a la especial naturaleza del rol que ha estado desempeñando, no hay obstáculos basados en garantías constitucionales que impidan requerir al servidor público que ha hecho gala de sus bienes, explique su origen.

Si bien puede verse en ello un estado de sospecha previo, esto no implica que el tipo sea tachado de inconstitucional, ya que todo proceso judicial se inicia con una presunción, una hipótesis delictiva, sin que ello comprometa la situación de inocencia de que goza el sospechado. Y en nuestro caso el estado de sospecha está conformado por la desproporción que existe entre los ingresos que nutren la economía del funcionario y la riqueza que lo rodea, y es la circunstancia que genera el deber de justificar, esto es, el deber de demostrar la génesis lícita del mismo, como imperativo legal de raíz constitucional.

Y, como dijera, no es que el enriquecimiento por sí mismo sea ilegítimo, sino que es una situación que genera la obligación de hacer (la de justificar), cuya omisión - dándose las restantes condiciones normativas - consuma el delito.

   
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IV. Conclusión.    

Como consecuencia de lo expuesto, la relación es la siguiente: cuando el funcionario o empleado público se enriquece en forma desproporcionada, debido al singular rol que desempeña en la estructura social, tiene el deber legal de explicar la conformación de su patrimonio en determinado lapso. Pero la norma requiere, como mero requisito de procedibilidad, que a ese deber lo haga exigible una autoridad, requerimiento que se puede formular en tanto y en cuanto exista la previa constatación del aumento de la riqueza. El delito se consuma cuando el imputado omite realizar la conducta debida que es la de justificar; esto es, dar cuenta de su administración[23]. En otros términos, el agente deberá otorgar una explicación satisfactoria, lógica y racionalmente constatable, del origen lícito de sus ingresos luego de la asunción del cargo.

El requerimiento de la autoridad no integra el delito, sino que es una formalidad que establece la ley para garantizar el derecho de defensa del requerido, dejando en manos de aquella dicha potestad; la que, por otra parte, está obligada dirigir. Esto es, en caso de recibirse una denuncia que verifique el enriquecimiento desmedido, la magistratura a la que le corresponda promover la justicia en defensa de la legalidad[24], cual es el Ministerio Público Fiscal, deberá constatar los extremos de dicho enriquecimiento y luego requerir la justificación pertinente.  

De este modo, el bien jurídico protegido viene a ser, de un lado,  la publicidad y transparencia en la gestión oficial, con el correlativo derecho a la información del ciudadano respecto de la gerencia  pública, cuya actividad debe ser ejemplar en esencia y apariencia, tutela que tiene raigambre constitucional, y está implícita en la ética republicana. 

Aunque, como dijera, la protección no se restringe sólo a ese límite. El tipo penal esta encaminado a evitar, finalmente, la puesta en peligro de la correcta administración pública producida por la  deslegitimación de la autoridad, y disuadir prácticas deshonestas que de cualquier modo perjudiquen al Estado, pues la figura típica aparece como un engranaje más dentro de los mecanismos de control y prevención instaurados por la Ley 25.188.       

Respecto del principio de inocencia, el mismo es respetado hasta que haya una sentencia firme que pase en autoridad de cosa juzgada, y ello sucederá cuando el funcionario o empleado no justifique su apreciable enriquecimiento.

En lo que hace al axioma de la prohibición de declarar contra sí mismo, ya han esclarecido De Luca y López Casariego, al explicar que el fundamento de esta garantía se asienta en evitar el engaño, la coacción o estado mental de conflicto en que pueda subsumirse a una persona, lo que no sucede, a mi entender, con el artículo 268 (2) por el hecho de que se requiera justificación a un sujeto que, como añadí, se encuentra en una especial situación legal, y nada lo obliga a declarar en su contra. 

Por supuesto que si al hacerlo, el funcionario expone una serie de hechos delictivos, la deposición no bastará por sí misma para fundar una sentencia en su contra por estos hechos, sino que habrá que reunir los extremos de la imputación penal con pruebas diferentes de la autoincriminación. Pero nada impide que esa declaración sea el inicio de otra investigación penal. 

En cuanto a la carga de la prueba, ocurre algo similar. La obligación del funcionario de dar explicaciones es derivación de la particular situación pública en que se encuentra, luego de un marcado enriquecimiento, y resulta exigencia del principio republicano de gobierno que debe aquilatarse con las restantes garantías constitucionales. 

Tampoco se ve violentado el principio de legalidad, pues la conducta penada esta definida: la omisión de justificar, en el sentido ya expuesto.

Respecto de la pena aplicable y el principio de culpabilidad, la misma no resulta desproporcionada y por ende este no es desconocido, por cuanto es menester valorar que en su mensuración se tiene en vista el especial deber que la norma pone en cabeza del funcionario público y los bienes jurídicos que entran en juego en el particular, incluida la propia estabilidad del Estado democrático. Por ello, considero errada la postura que la pone al pie de igualdad con otras desobediencias previstas por el Código Penal[25].   


 

[1] Asumen esta postura, Donna, Edgardo Alberto, en su tratado Derecho Penal, Parte especial, vol. III, Ed. Rubinzal-Culzoni, Bs. As., 2000; Sancinetti, Marcelo, El delito de enriquecimiento ilícito del funcionario público – art. 282, 2, Cod. Penal-. Ed. Had Hoc, Bs. As., 1994. Chiapini, Julio El delito de no justificación de enriquecimiento – art. 282 (2) del C.P., LL, 1986, C, 851. 

[2] Conf., Donna, Edgardo Alberto, op. cit., pag. 363 y ss. Igualmente, Sancinetti, op. cit.

[3] Conf. Chiapini, Julio El delito..., para quien la figura es inconstitucional.

[4] Conf. Donna, Edgardo, ob. cit. pag. 390.

[5] En este sentido, Fontan Balestra, Carlos, Tratado de Derecho Penal, parte Especial, t. VII, 2ª ed., actualizada por Guillermo Ledesma, Edit. Abeledo Perrot, Bs. As., pag. 148; Soler, Sebastián, Derecho Penal Argentino, Ed. TEA, Bs. As., 4ª edición actualizada por Manuel A. Bayala Basombrio, 1987, rimp. 1992, pag. 267; Creus, Carlos, Derecho Penal, Parte Especial, t. II, 5ª ed., 1996, Bs. As., Ed. Astrea, pag. 323.Caballero, José Severo, El enriquecimiento ilícito de los funcionarios y empleados públicos ( Después de la reforma constitucional de 199), LL, T: 1997-A, Sec. Doctrina, pag. 793; Vidal, Humberto, El enriquecimiento ilícito es un delito de jerarquía constitucional, Diario, La Voz del interior de Córdoba, 5/9/1996; De Luca, Javier Augusto y López Casariego, Julio E., Enriquecimiento Ilícito y Constitución Nacional, LL, Suplemento de Jurisprudencia Penal, 25/2/2000, pag. 11.Núñez, Ricardo, Tratado de Derecho Penal, Tomo V., vol. II, Ed. Marcos Lerner, 1992, Córdoba, p. 140.  

[6] Art. 268 (2) CP, agregado por ley 16.648, ADLA, XXXIV-C ( 2080), vigente desde el 27/11/63, reformado por ley 25.188 el 29/9/99, publicada en el Boletín Oficial el 1/11/99. 

[7] Caballero, José Severo, op. cit. pag 793.De Luca, Javier Augusto y López Casariego, Julio E., Enriquecimiento ilícito...pag. 11.

[8] Lo referente a los fundamentos de la reforma y el debate parlamentario previo a su sanción ( Antecedentes Parlamentarios, revista La Lay, año 2000, nº 1), son tratados en toda su extención en el trabajo original, del cual el presente es un  extracto, reducido a los parámetros exigidos por los organizadores del Congreso.    

[9] Conf. Ant. Parl..., pag. 538.

[10] Ant. Parlam...., pag. 836. 

[11] Ant. Parlam. ..., pag. 553.

[12] Ant. Parlam. ..., pag. 582.

[13] Ant. Parl. ..., pag. 668.

[14] Ant. Parlam. ..., pag. 553.

[15] Ant. Parlam..., pag. 533. 

[16] Conf. Caballero, J.S., El enriquecimiento ilícito... , pag. 793. Igualmente, Ant. Parl. ..., pag. 668, del proyecto del Diputado De Negri.

[17] Me refiero al comentario que realizó al respecto, Donna, Edgardo Alberto op. cit. pag. 381.

[18] De Luca, Javier Augusto y López Casariego, Julio E., Enriquecimiento ilícito...pag.11. 

[19] Para estos juristas, no interesa la clase de enriquecimientos, sea lícito o no, a los fines de la consumación del delito, es decir, la lesión del bien jurídico se puede producir con independencia de esas variables. Esta postura es, desde mi óptica, errada. No es verdad que no importe el origen del enriquecimiento, ni tampoco que el tipo legal no exija uno que sea legítimo. En la misma tesis de dichos autores se desprende la importancia de la licitud del enriquecimiento, puesto que de otra manera, afirman, no estaría justificado el origen del patrimonio, justamente porque para ellos, justificar es exhibir que las riquezas adquiridas tienen un origen legal. Conf. op. cit., pag. 16.   

[20] Conf. Donna, Edgardo A., op. cit., pag. 390.

[21] En este aspecto no estamos de acuerdo con la postura asumida por De Luca y López Casariego en el ensayo señalado, ya que aceptan la renunciabilidad de ciertas garantías constitucionales – conf. Aut. cit., op. cit. Pag. 18, punto VIII, lo cual no cabe sostener porque conlleva un alto riesgo para el Estado de Derecho y los ciudadanos que lo integran.  

[22] Acepto que, aquí, podría estudiarse un concurso aparente de leyes que desplace el tipo en cuestión y de lugar a otra investigación; pero ello dependerá del concepto que de "justificar" que se sostenga que exige el tipo.     

[23] Conf. Caballero, José Severo, op. cit pag. 793.

[24] En el nivel Nacional, El Ministerio Publico Fiscal, de acuerdo al art. 120 de la Carta Magna.

[25] Conf. Donna, Edgardo Alberto, op. cit., pag.390. 

 

 

 

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