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    Abogacía: profesión liberal    
   

Por Marco Antonio Terragni

   
   

         La palabra “liberal” se incorporó al idioma castellano hace varios siglos con el significado: “propio de quien es libre”.

Hoy tiene distintas acepciones; entre ellas se aplica a una profesión: que ante todo requiere el ejercicio del intelecto.

         Es preferible combinar ambas ideas porque, en esencia, la abogacía es la actividad intelectual de quien es libre para decidir por sí; que éste es el sentido de la libertad, entendida como independencia con respecto a la arbitrariedad impuesta por otro.

         Así entendieron los constituyentes de 1853 la libertad en orden a la política social. El liberal, desde entonces, es un librepensador, un progresista, un defensor de los derechos del individuo: de los Derechos del Hombre, como se los denominaba desde la Revolución Francesa o de los Derechos Humanos, como se los llama ahora, desde finalizada la II Guerra Mundial. Además, y fundamentalmente, un defensor de la democracia.

         Por supuesto que la libertad no es absoluta; ni siquiera lo es aquella de la que habla la Constitución nacional, porque alude al hombre en sociedad. De manera tal que los derechos que proclama están sujetos a las leyes que reglamentan el ejercicio de ellos. Por lo mismo, el abogado quien está solo y así actúa, tiene como límites de sus posibilidades aquellos marcados por el Estado como resguardo de que esa actividad se llevará a cabo en beneficio y no es perjuicio de los intereses cuya defensa le fuese confiada y, obviamente, y ante los tribunales, siguiendo las normas que le introducen orden y racionalidad a los diversos procedimientos. Que no obstante estas restricciones la profesión pueda seguir siendo calificada como liberal depende de decisiones personales, pues el margen es muy amplio y adoptar una línea de conducta está marcado por la filosofía a la que cada quien adhiere. Nuestros constituyentes históricos –los liberales de mediados del siglo XIX- sostuvieron que la facultad que tiene el hombre de hacer o no hacer a su arbitrio es el valor supremo, uno e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar el verdadero progreso. Esa idea es trasladable a la abogacía: la libertad hace avanzar la justicia, las oportunidades y la coexistencia pacífica. Además, el reconocimiento de que todos tienen la misma facultad auspicia la tolerancia: aceptar la posibilidad del error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.  

11/09/2014

   
 

 

 

         

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